Eso fue lo que me dijo mi hijo. “sabes, pai, vas a tener mucho tiempo estos
días de hospital y podrías aprovecharlo para dos cosas, para pensar y para
coger carrerilla en la cosa de la dieta y aprovechar los dos kilitos que
perderás en esos días para mantener el ritmo y seguir en casa”. O sea, tiempo
para pensar y tiempo para adelgazar.
Con lo de la dieta no estoy seguro
porque aquí nos pasamos el día comiendo. Claro que sin gota de sal, pero hay
mucho arroz, patatas, pan. La verdad es que no se pasa hambre en el hospital.
Eso sí, está todo tan ajustado en los horarios que es escuchar las ruedas del
carrito que trae la comida y todos nos ponemos a salivar. Así que, en cuanto te
ponen la bandeja a los pies de la cama, saltamos de inmediato a por ella. Da lo
mismo que la comida te la traigan a la una del medio día o la merienda a las 5
y la cena a las 8. No pasamos hambre pero tenemos ganas de comer. Buena señal.En fin, van pasando los días y
los sinsabores. A mí me han hospitalizado para hacerme pruebas. En esas estamos.
El primer día de hospital comenzó
temprano. A las 7 de la mañana no es que toquen diana pero comienza una movida
tal que ya da lo mismo que estés en pleno sueño o no. Además, si se día te toca
alguna prueba comienza una preparación
concienzuda desde el amanecer. Bueno, ya desde la noche anterior que vienen a
poner un cartelito en tu cabecera: EN XAXÚN. Está en gallego y significa, en ayunas. Pero significa, además, que esa mañana tú vas
a ser objeto de cuidados especiales.
El primero, que te vienen a
lavar. A mí me hacía mucha gracia cuando me lo contaban amigos que habían
pasado por ello, pero esta vez me tocó a mí. Aparecieron dos auxiliares de
enfermería experimentadas que me dejaron como una patena en un santiamén. A
tomar por el saco cualquier resto de pudor que me pudiera haber quedado de la
noche anterior. Ellas van a lo suyo y no se paran en milongas. De los pies a la
cabeza, incluidas partes sensibles que son zarandeadas de un lado para otro sin
especial consideración. No he llegado a entender cómo hace para no poner perdida la
cama pues no escatimaban el agua y el jabón. Pero no, acabaron la fregotina,
hicieron la cama (qué maravilla como te mueven sin moverte, cómo meten la ropa
por debajo de ti, cómo te dan media vuelta y ya estás con la cama hecha, limpio,
con la batita de marras para medio ocultar tus partes delanteras) y me dejaron
en perfecto estado de revista.
Luego viene la espera hasta que
llega el celador a llevarte a la sala de torturas. Una espera difícil que, con
frecuencia, se alarga. Y no sabes si alegrarte porque se alarga o desesperarte por ese aplazamiento del suplicio. La primera prueba que me iban a hacer era el
cateterismo. No me asustaba demasiado porque ya se lo habían hecho varias veces
a mi padre y mis hermanos, también a otros amigos que pasaron por esto. Así que
me dejé llevar sin aprensiones. Sales en cama por los pasillos y te extrañas de
la situación. Has pasado por eso mismo muchas veces pero siendo otros lo que
van en la camilla y tú quien los ves pasar y te compadeces de ellos (los
pobres, unas veces con una cara macilenta y de enfermo, otras con temor que se
expresa muy bien en el rostro, siempre resignados). La cosa es que, esta vez
eres tú quien va en la camilla, quien ve las miradas compasivas de quienes
están sentados en las salas de espera, quien pone la cara de resignado. La
gente es buena, en todo caso, y te mira como diciendo “¡que haya suerte,
colega!”.
Tras la excursión por los pasillos
llegas al quirófano. Bueno, no son aquella cosa que asusta, pero de todas formas,
imponen mucho tanta máquina y parafernalia. De la cama a la camilla que es estrecha de
carajo. Y comienza el proceso: nuevo despelote para después taparte con esa tela
verde. Es curioso cómo los médicos te reducen a ser un cuerpo, pero luego lo
tapan, salvo la zona concreta donde van a actuar. Es como si el resto los
distrajera. O como si no quisieran que los miraras (incluso cuando me pusieron
los implantes me taparon entero, incluida la cabeza, salvo un orificio para
respirar y otro para que ellos actuaran sobre la boca). Vamos, que te operan con un
burka. También puede ser que, como van a
utilizar diversos utensilios, prefieren protegerlo.
En fin, bien tapadito, comenzó el
cateterismo. En mi caso desde la muñeca. Más cortito. “El primer pinchazo es para la anestesia y te va a doler un poco”,
me advirtió la médico. Y así fue. La jeringuilla cruzó entre los huesecillos de
la muñeca y buscó la arteria. Bueno, fue duro pero soportable. Después ya todo
resultó fácil. Sientes que te fozan en la muñeca, que van metiéndote cosas
(mejor no verlo, ni siquiera imaginarlo). Al rato les pregunté si ya habían
llegado al corazón y me dijeron que no. Sentí que algo subía por el hombro y
poco después me anunció la cardióloga que ya estaba en las arterias del corazón
y que lo que veía le gustaba mucho. Es curioso, están actuando en tu sancta sanctorum y casi ni te enteras.
No tardó mucho y dijo que ya había inspeccionado dos y que iba a por la
tercera. Y después que estaba todo perfecto. ¡Guai!, pensé, mientras empezaba a pensar cómo sacarían el catéter que habían metido con tantas curvas
y revirivueltas por la arteria. Pero, la verdad, ni me enteré. En un jesús me
pusieron una especie de pulsera en la muñeca que apretaba el orificio y me
mandaron de vuelta a la habitación. Primero, claro, tienen que quitarte el mar
de cables y electrodos que me habían puesto. Y allí volví a mi cubículo y que
empezaba a ser mi pequeño hogar.
Yo seguía en xaxún y me quedé ansioso esperando que sonaran las ruedecillas del
carro de las comidas. No faltaba mucho, afortunadamente. Por la tarde las primeras visitas
y, sobre todo las llamadas a mi casa. Dudé mucho si sería conveniente
preocuparlos pero, al final, lo hice. Como yo mismo me sentía bien y con voz
serena, me atreví. Comencé por mi madre intentando que no se alarmara. Ella es
fuerte pero no está para alarmas innecesarias. Así que le conté lo que pasaba y
se lo tomó con mesura. Después fue mi hermana (las mujeres parece que son las
que nos dan más seguridad) y con ella casi compartí dolores pues, también,
andaba pachucha. A los otros hermanos les fui dejando avisos. Jugaba el Osasuna
y ellos estaban disfrutando de su fútbol. También yo lo hacía indirectamente y, menos mal, su triunfo
fuera de casa me alegró la tarde que hasta entonces había sido bastante aburrida.
Claro que el aburrimiento se
multiplicó los días siguientes. Días de espera a que llegaran las otras
pruebas. Días de pensar, como quería mi hijo. De pequeños paseos por el pasillo
de la sección de intermedios (como estaba monitorizado con un aparatito que
enviaba los datos a los ordenadores del cuarto de enfermeras, no me podía salir
de la zona de cobertura pues el bicho comenzaba a pitar). Días de leer la prensa y
mirar el correo electrónico. Días
también para tranquilizarme e ir asentándome en aquel espacio en el que aún
tenían que pasar muchas cosas. ¡No es fácil la vida del paciente!
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