“Retrato implacable del alma femenina”, dice el subtítulo de este
libro de Marcela Serrano, la extraordinaria novelista chilena. Desde luego es
un retrato, pero no tiene nada de implacable, al menos si ese adjetivo se
entiende como una actitud inmisericorde y cruel. Todo lo contrario, hay mucho
de piedad, de cariño en la forma de contar las historias de estas diez mujeres.
Un libro precioso, tengo que decir. Uno sabe poco de mujeres (y cada año que
pasa, menos). Ellas saben guardar bien el misterio y hacer fintas y regates que
te despistan. Y así se va manteniendo esa sensación de complejidad y enigma. Sin
embargo, cuando ellas cuentan su historia, así a borbotones y como si nadie las
escuchara, en realidad, nos parecemos mucho.
A Marcela Serrano le gusta novelar
reuniones de mujeres en un espacio cerrados, más proclives a las confidencia. Ya
lo hizo en El albergue de las mujeres
tristes y lo vuelve a hacer ahora con 10 Mujeres. En esta ocasión las reúne en una casa de campo a las
afueras de Santiago (de Chile), en los aledaños de la cordillera andina. Son
mujeres que están en terapia con una psicóloga y se reúnen allí para una sesión
de grupo de fin de semana. Y nos cuentan su vida. La coreografía es sencilla
(de aprendiz de novelista) pero el resultado es fantástico. Sobre todo para
quienes nos gustas los diarios o las autobiografías. Nos gusta poder llegar al
alma de las personas, tenemos cultura de voiyeur.
Eso que tanto cultiva ahora la televisión con esos dramones de plató.
En fin, lo de las diez mujeres de
Marcela Serrano es mucho más serio e interesante. Son historias realmente
fuertes, cada una con su propio calvario personal, pero todas llevándolo con
una inmensa dignidad personal. Comienza la primera historia, Francisca,
diciendo “odio a mi madre” y a partir de ahí se trenza su historia desde niña
hasta que llegó a la consulta de Natasha, la psicóloga que las convocó a ese
fin de semana. Ana Rosa, comienza su relato recordando que la frase preferida
de su madre era que tenía una hija insustancial
(ya hay que ser rebuscada y cruel). Y así una tras otra te van contando su
vida, sus amores, su relación con la vida y con el mundo. ¡Cuántas cosas
encierra una vida! A veces se tuerce y parece que todo se convierte en una
conspiración. Otras veces, el mundo y la vida son más agridulces. Pero en todas
las historias (las de ellas y las de cada uno de nosotros) acaban estando los
mismos ingredientes: la infancia, la familia (la de origen y la que después
cada uno va formando), el sexo, el trabajo, la edad, la vida. En algunos casos
aparece la enfermedad o la pobreza o la droga y todo se hace más complicado. Pero
en el fondo lo que más se nota es cómo la vida va buscando su cauce para
avanzar. Somos como un río que va avanzando, a veces haciendo meandros complejos
que lentifican la marcha, otra con saltos y cascadas que te dejan caer en el
vacío, pero siempre sigues. Ninguna de las diez historias es la historia de un
parón, de un estancamiento que renuncie al futuro. Esa es la sensación que te
queda al final: que hay mucha vida en las vidas de estas mujeres.
¿Y si en lugar de ser historias
de mujeres hubieran sido historias de hombres, cambiaría mucho la cosa? Creo
que no. Quizás en detalles, pero no en lo fundamental. En el fondo, como decía,
nos parecemos bastante. Vamos eso creo después de esta sobredosis de realismo
vital.
Y luego, como en toda novela
buena, uno se queda con retazos preciosos. Frases o ideas que merece la pena
anotar y quedarse con ellas. Cuando me encuentro con alguna de ellas mientras
leo, voy doblando la esquina inferior de la página para no olvidarme. Esta vez
el libro ha quedado hecho un cromo de tantas dobleces. Cierto es que hay que
situarlas en la historia de quien las dice pero, incluso así,
descontextualizadas, son hermosas. Aquí dejo algunas de ellas:
-“Un marido es un lugar. Un lugar de solidez. De pureza, incluso, si una
se empeña. Me hacía falta un lugar de sosiego” (Mané, p. 57). ¿Qué
interesante, no? Un marido es un lugar. “¡Tú eres mi lugar, querido! Creo que
no habría podido resistir un piropo tan sugerente.
Y ella misma sigue en su
soliloquio. “Amar y ser amada, según me
han confirmado el tiempo y los ojos es raro. Muchos lo dan por sentado, creen
que es moneda común, que todos, de una u otra forma, lo han experimentado. Me
atrevo a afirmar que no es así. Yo lo veo como un enorme obsequio. Una riqueza.
Son tantas las personas que no lo conocen, no es un bien que se encuentre en
cada esquina. Es como que te toque la lotería. Te transformas en una millonaria”
(p. 58).
Ella misma, que era la mayor del
grupo, hace muchas reflexiones sobre la vejez. “Ser vieja es estar siempre cansada. Es despertarte cansada, es andar
cansada durante el día y acostarte cansada”(p.59). “La vejez es, también, dejar de reírse” (p.61).
A Simona que era una chica bien,
es el lenguaje el que le va poniendo sobre la vida y le va descubriendo mundos:
“Y el lenguaje: maldito y bendito a la
vez, el que nunca descansa, el que desenmascara todo, el que te sitúa en un
espacio en el mundo, el que te da identidad. También el que te hace mostrar la
hilacha”(p. 119). En su entorno había muchas palabras indecibles. Unas por
pijas, otras por progres. Y desde luego las palabrotas (garabatos, en Chile).
Se sorprendía cuando se había acostado con alguien que era capaz de decir “ambo” (el traje de dos piezas) sin
sonrojarse.
Muy interesante la historia de Simona y sus relaciones matrimoniales. “Entonces me digo: ¡abolir la cantidad de obligaciones
sociales maritales! Ya cada ser humano tiene bastante con las suyas, pero
¿además tomar las de la pareja como propias? Acompañar a otro es a veces bonito. Ven, acompáñame, estoy solo. La
acción de ir hace aquel otro por sí mismo tiene sentido. Yo, sujeto primero,
acompaño a sujeto segundo y el verbo acompañar se cierra hermosamente. Pero
cuando la acción se alarga a terceros: ve, acompáñame a acompañar a otros… No,
eso no.
“Una pareja se compone de dos
personas autónomas, ¡no es una amalgama única, por Dios!”.
“Creo que cada ser humano nace
con una porción determinada de capacidad para aburrirse. A algunos, qué duda cabe,
les tocaron porciones más grandes que a otros. Pero pienso que debemos estar
atentas al momento en que la nuestra se va acabando, tenemos el deber de verlo
a tiempo. Si no te das cuenta, puedes colapsar de formas bastante fatales.
¡Ojo! Ya viviste tu pedazo de aburrimiento entero? Entonces retírate, corta,
termina. No te hagas daño” (p.135)
Y la propia Simona señala: “No
estoy sola cuando estoy sola”. “La condición para que una visa así resulte es
la de entretenerse consigo misma. La de tenerse. Sin los recursos
interiores,pues nada. Samuel Beckett escribió una frase que suelo citarme en
silencio cuando me viene la duda sobre mi proceder: ” (p.141).
El caso de Layla es más duro porque heredó el sufrimiento ocasionado por
los nazis y a alió con el trago al encontrarse sin salidas. “Mi única certeza era que la realidad se
había convertido en una región helada e infeliz donde yo no quería habitar”.
(p.165)
Andrea dice aquello que yo también he sentido a veces. “Recordé aquella manida frase de que el viaje
no se hace sino que él te hace a ti – o te deshace- y pensé en viaje como
desaparición” (p.230).
El problema de Andrea era su éxito televisivo. Y también ella deja
frases interesantes. “Es raro que la
palabra que mejor defina mi vida sea el éxito. Las penas, los dolores, la
incertidumbre, todo aquello cubierto por la pátina de esas cinco letras”
(p. 234). Y en otro momento trae a colación una frase oportunísima de James
Joyce “Ya que no podemos cambiar la
realidad, cambiemos la conversación” (p. 236). Es lo que me gustaría hacer
a mí con este revoloteo obsesivo por la crisis, la corrupción, la política. Un
poco está bien, pero que no haya otra cosa más esperanzada de que hablar es
insufrible.
Y ella misma, la mujer de éxito en lo de afuera reconoce que no lo
tiene tanto en lo de adentro. “Fernando
me ama pero no me quiere. Las parejas que pelean suelen tener buen sexo. Si se
piensa no es raro, tanto una cosa como la otra derivan de la pasión. En mi
caso, me quedaron solo las peleas. Cuando se acaba la pasión, cambia el
reclamo, cambia la atención interior. No más vendavales que lo borran todo. No
más sexo.
El sexo es como la red que
protege al equilibrista. Está ahí para contener la caída. Si la red no
existiera, supongo que tampoco existiría el equilibrismo. Entonces, cuando por
alguna razón la red ha sido retirada, ¿cómo te proteges? Puedes hacer la
acrobacia que desees en la altura y reproducir grandes sobresaltos y miedos y
desajustes, porque sabes que la red te espera y que te abrazará y detendrá el
terror de la caída. Es parte del juego, es la ley del juego. Y un día la red ya
no está… y el equilibrista, preso en sus propios hábitos, insiste en seguir
haciendo las acrobacias. Tienta al vacío. Baja la altura de la cuerda para
correr menos riesgos. Para poder caerse. Y, por supuesto se cae. Y se llena de
heridas. Nada lo sujeta ya.
La libido, como la red,
está al acecho, preparándose, nunca en
sosiego, expectante. Ya en sus garras, cualquier pasado, cualquier maltrato, cualquier
miedo se anula.
Esa es la acción del sexo:
restañar. La explosión, la pelea, el gesto hiriente, todo cabe dentro de la
pareja porque tarde o temprano recurrirán al sexo que sanará toda herida, o al
menos hará el amago de sanación. Cuando el sexo desaparece, las heridas quedan
a flor de piel, ya no se cierran. (p. 243-244). Difícil decirlo mejor.
Muy interesante el libro. Toda una radiografía de la vida, vista en
femenino (o quizás, no; yo me he sentido identificado con muchísimas cosas de
todas ellas). Casi se podía decir aquello que la canción de Sabina atribuía a
la poesía de Gala: oye qué poesías, si sabe de una cosas que ni una sabe que
sabía.
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