viernes, febrero 22, 2013

10 MUJERES



Retrato implacable del alma femenina”, dice el subtítulo de este libro de Marcela Serrano, la extraordinaria novelista chilena. Desde luego es un retrato, pero no tiene nada de implacable, al menos si ese adjetivo se entiende como una actitud inmisericorde y cruel. Todo lo contrario, hay mucho de piedad, de cariño en la forma de contar las historias de estas diez mujeres. Un libro precioso, tengo que decir. Uno sabe poco de mujeres (y cada año que pasa, menos). Ellas saben guardar bien el misterio y hacer fintas y regates que te despistan. Y así se va manteniendo esa sensación de complejidad y enigma. Sin embargo, cuando ellas cuentan su historia, así a borbotones y como si nadie las escuchara, en realidad, nos parecemos mucho.
A Marcela Serrano le gusta novelar reuniones de mujeres en un espacio cerrados, más proclives a las confidencia. Ya lo hizo en El albergue de las mujeres tristes y lo vuelve a hacer ahora con 10 Mujeres. En esta ocasión las reúne en una casa de campo a las afueras de Santiago (de Chile), en los aledaños de la cordillera andina. Son mujeres que están en terapia con una psicóloga y se reúnen allí para una sesión de grupo de fin de semana. Y nos cuentan su vida. La coreografía es sencilla (de aprendiz de novelista) pero el resultado es fantástico. Sobre todo para quienes nos gustas los diarios o las autobiografías. Nos gusta poder llegar al alma de las personas, tenemos cultura de voiyeur. Eso que tanto cultiva ahora la televisión con esos dramones de plató.
En fin, lo de las diez mujeres de Marcela Serrano es mucho más serio e interesante. Son historias realmente fuertes, cada una con su propio calvario personal, pero todas llevándolo con una inmensa dignidad personal. Comienza la primera historia, Francisca, diciendo “odio a mi madre” y a partir de ahí se trenza su historia desde niña hasta que llegó a la consulta de Natasha, la psicóloga que las convocó a ese fin de semana. Ana Rosa, comienza su relato recordando que la frase preferida de su madre era que tenía una hija insustancial (ya hay que ser rebuscada y cruel). Y así una tras otra te van contando su vida, sus amores, su relación con la vida y con el mundo. ¡Cuántas cosas encierra una vida! A veces se tuerce y parece que todo se convierte en una conspiración. Otras veces, el mundo y la vida son más agridulces. Pero en todas las historias (las de ellas y las de cada uno de nosotros) acaban estando los mismos ingredientes: la infancia, la familia (la de origen y la que después cada uno va formando), el sexo, el trabajo, la edad, la vida. En algunos casos aparece la enfermedad o la pobreza o la droga y todo se hace más complicado. Pero en el fondo lo que más se nota es cómo la vida va buscando su cauce para avanzar. Somos como un río que va avanzando, a veces haciendo meandros complejos que lentifican la marcha, otra con saltos y cascadas que te dejan caer en el vacío, pero siempre sigues. Ninguna de las diez historias es la historia de un parón, de un estancamiento que renuncie al futuro. Esa es la sensación que te queda al final: que hay mucha vida en las vidas de estas mujeres.
¿Y si en lugar de ser historias de mujeres hubieran sido historias de hombres, cambiaría mucho la cosa? Creo que no. Quizás en detalles, pero no en lo fundamental. En el fondo, como decía, nos parecemos bastante. Vamos eso creo después de esta sobredosis de realismo vital.
Y luego, como en toda novela buena, uno se queda con retazos preciosos. Frases o ideas que merece la pena anotar y quedarse con ellas. Cuando me encuentro con alguna de ellas mientras leo, voy doblando la esquina inferior de la página para no olvidarme. Esta vez el libro ha quedado hecho un cromo de tantas dobleces. Cierto es que hay que situarlas en la historia de quien las dice pero, incluso así, descontextualizadas, son hermosas. Aquí dejo algunas de ellas:
-“Un marido es un lugar. Un lugar de solidez. De pureza, incluso, si una se empeña. Me hacía falta un lugar de sosiego” (Mané, p. 57). ¿Qué interesante, no? Un marido es un lugar. “¡Tú eres mi lugar, querido! Creo que no habría podido resistir un piropo tan sugerente.
Y ella misma sigue en su soliloquio. “Amar y ser amada, según me han confirmado el tiempo y los ojos es raro. Muchos lo dan por sentado, creen que es moneda común, que todos, de una u otra forma, lo han experimentado. Me atrevo a afirmar que no es así. Yo lo veo como un enorme obsequio. Una riqueza. Son tantas las personas que no lo conocen, no es un bien que se encuentre en cada esquina. Es como que te toque la lotería. Te transformas en una millonaria” (p. 58).
Ella misma, que era la mayor del grupo, hace muchas reflexiones sobre la vejez. “Ser vieja es estar siempre cansada. Es despertarte cansada, es andar cansada durante el día y acostarte cansada”(p.59). “La vejez es, también, dejar de reírse” (p.61).
A Simona que era una chica bien, es el lenguaje el que le va poniendo sobre la vida y le va descubriendo mundos: “Y el lenguaje: maldito y bendito a la vez, el que nunca descansa, el que desenmascara todo, el que te sitúa en un espacio en el mundo, el que te da identidad. También el que te hace mostrar la hilacha”(p. 119). En su entorno había muchas palabras indecibles. Unas por pijas, otras por progres. Y desde luego las palabrotas (garabatos, en Chile). Se sorprendía cuando se había acostado con alguien que era capaz de decir “ambo” (el traje de dos piezas) sin sonrojarse.
Muy interesante la historia de Simona y sus relaciones matrimoniales. “Entonces me digo: ¡abolir la cantidad de obligaciones sociales maritales! Ya cada ser humano tiene bastante con las suyas, pero ¿además tomar las de la pareja como propias? Acompañar a otro es a veces bonito. Ven, acompáñame, estoy solo. La acción de ir hace aquel otro por sí mismo tiene sentido. Yo, sujeto primero, acompaño a sujeto segundo y el verbo acompañar se cierra hermosamente. Pero cuando la acción se alarga a terceros: ve, acompáñame a acompañar a otros… No, eso no.
“Una pareja se compone de dos personas autónomas, ¡no es una amalgama única, por Dios!”.
“Creo que cada ser humano nace con una porción determinada de capacidad para aburrirse. A algunos, qué duda cabe, les tocaron porciones más grandes que a otros. Pero pienso que debemos estar atentas al momento en que la nuestra se va acabando, tenemos el deber de verlo a tiempo. Si no te das cuenta, puedes colapsar de formas bastante fatales. ¡Ojo! Ya viviste tu pedazo de aburrimiento entero? Entonces retírate, corta, termina. No te hagas daño” (p.135)

Y la propia Simona señala: “No estoy sola cuando estoy sola”. “La condición para que una visa así resulte es la de entretenerse consigo misma. La de tenerse. Sin los recursos interiores,pues nada. Samuel Beckett escribió una frase que suelo citarme en silencio cuando me viene la duda sobre mi proceder: (p.141).

El caso de Layla es más duro porque heredó el sufrimiento ocasionado por los nazis y a alió con el trago al encontrarse sin salidas. “Mi única certeza era que la realidad se había convertido en una región helada e infeliz donde yo no quería habitar”. (p.165)

Andrea dice aquello que yo también he sentido a veces. “Recordé aquella manida frase de que el viaje no se hace sino que él te hace a ti – o te deshace- y pensé en viaje como desaparición” (p.230).

El problema de Andrea era su éxito televisivo. Y también ella deja frases interesantes. “Es raro que la palabra que mejor defina mi vida sea el éxito. Las penas, los dolores, la incertidumbre, todo aquello cubierto por la pátina de esas cinco letras” (p. 234). Y en otro momento trae a colación una frase oportunísima de James Joyce “Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos la conversación” (p. 236). Es lo que me gustaría hacer a mí con este revoloteo obsesivo por la crisis, la corrupción, la política. Un poco está bien, pero que no haya otra cosa más esperanzada de que hablar es insufrible.
Y ella misma, la mujer de éxito en lo de afuera reconoce que no lo tiene tanto en lo de adentro. “Fernando me ama pero no me quiere. Las parejas que pelean suelen tener buen sexo. Si se piensa no es raro, tanto una cosa como la otra derivan de la pasión. En mi caso, me quedaron solo las peleas. Cuando se acaba la pasión, cambia el reclamo, cambia la atención interior. No más vendavales que lo borran todo. No más sexo.
El sexo es como la red que protege al equilibrista. Está ahí para contener la caída. Si la red no existiera, supongo que tampoco existiría el equilibrismo. Entonces, cuando por alguna razón la red ha sido retirada, ¿cómo te proteges? Puedes hacer la acrobacia que desees en la altura y reproducir grandes sobresaltos y miedos y desajustes, porque sabes que la red te espera y que te abrazará y detendrá el terror de la caída. Es parte del juego, es la ley del juego. Y un día la red ya no está… y el equilibrista, preso en sus propios hábitos, insiste en seguir haciendo las acrobacias. Tienta al vacío. Baja la altura de la cuerda para correr menos riesgos. Para poder caerse. Y, por supuesto se cae. Y se llena de heridas. Nada lo sujeta ya.
La libido, como la red, está  al acecho, preparándose, nunca en sosiego, expectante. Ya en sus garras, cualquier pasado, cualquier maltrato, cualquier miedo se anula.
Esa es la acción del sexo: restañar. La explosión, la pelea, el gesto hiriente, todo cabe dentro de la pareja porque tarde o temprano recurrirán al sexo que sanará toda herida, o al menos hará el amago de sanación. Cuando el sexo desaparece, las heridas quedan a flor de piel, ya no se cierran. (p. 243-244). Difícil decirlo mejor.

Muy interesante el libro. Toda una radiografía de la vida, vista en femenino (o quizás, no; yo me he sentido identificado con muchísimas cosas de todas ellas). Casi se podía decir aquello que la canción de Sabina atribuía a la poesía de Gala: oye qué poesías, si sabe de una cosas que ni una sabe que sabía.

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