domingo, febrero 24, 2013

Y todo se fue al carajo.



No da mucho tiempo a pensar, la verdad, cuando pasa algo de eso. Primero, que no tienes experiencia. Y luego que todo es tan rápido, tan inesperado que tú mismo te quedas sorprendido.
Yo había pasado una mañana de domingo estupenda jugueteando con los sobrinos-nietos en la Ciudad de la Cultura y comiendo después con ellos en una pizzería. Todo muy familiar y agradable. Y tras la comida nos despedimos de ellos y regresamos a casa. Obviamente, lo que siguió a eso fue una siestecita en el sofá mientras seguíamos la voz of the record de quien hablaba en la televisión (alguna película de sobremesa que no  recuerdo). Desperté, como siempre, en esos despertares a cámara lenta en los que vas recuperando, poco a poco, la consciencia. Fue entonces, ya cuerdo y presente, cuando me levanté del sofá para buscar algo. He de bordear la mesita baja donde ponemos las cosas(y a veces los pies) mientras estamos en el sofá  para salir de la sala, y en esas estaba cuando sentí, como en otras ocasiones cuando me agacho a recoger algo y me levanto rápido, un pequeño mareo. Normalmente eso se resuelve esperando de pie unos segundo hasta recuperar el equilibrio. Solo que esta vez no iba de eso y caí redondo al suelo. Y todo se fue al carajo.
Primero es la nada, no sabes qué pasa solo que te estás yendo al suelo tirando sillas y todo lo que se pone por delante. Luego los gritos de quien está contigo. Luego la sorpresa de verte tendido en el suelo, magullado y sin poder explicar qué coño ha pasado. Todo en pocos segundos (vamos, al menos ésa es la sensación que tú tienes). Es curioso cómo una vida puede cambiar en pocos segundos. Así, sin comerlo ni beberlo. Sin preaviso.
Mientras Elvira llamaba angustiada por teléfono y me mandaba quedarme quieto, yo no salía de mi sorpresa. Te puedes caer por un tropezón o un mal paso. De eso ya tienes experiencia. Pero caerte así por las buenas, porque has perdido el conocimiento, es raro. Ella llamaba por teléfono, yo le decía que no había pasado nada, que estaba bien (salvo el leñazo en las costillas al chocar con la silla). Y por mi cabeza pasaba toda una película de destrozos: a tomar por el saco todos mis planes para los próximos meses (el viaje a México para el que faltaban dos días; el proyecto de Perú; los Congresos que tengo por delante, todo). Me había pasado una cosa así cuando tuve un accidente de coche: mientras el coche derrapaba y cruzaba milagrosamente entre árboles para ir a chocar contra la rueda trasera de un tractor (¡ya es tener suerte, que de todos los árboles, muros, terraplenes contra los que pude chocar y destrozarme, ir a hacerlo contra la enorme rueda de atrás de un tractor, algo mullido y acogedor!), yo iba repasando mi vida, pero sobre todo los proyectos que tenía por delante y que tendría que anular. Pues ahora me pasó lo mismo. Como se lo he tenido que contar múltiples veces a los amigos y familiares, he ido perfeccionando el relato. Lo que me pasaba por la cabeza, les he dicho, era como un gran montón de escombros. El edificio que había planeado para los próximos meses, lleno de viajes y conferencias, convertido en escombros.

Después me levanté y sentí que estaba bien. Con el miedo metido en el cuerpo, desde luego.  Incluso salimos a la calle y hasta pensamos en ir al cine como solemos hacer los domingos. Solo que se impuso el buen criterio del hijo cardiólogo que nos envió a urgencias. Has tenido un síncope, me dijo, y eso es grave. Así que caía la tarde cuando entramos en urgencias. Con suerte esta vez porque me llamaron enseguida y ahí comenzó esta nueva fase de mi vida. La de enfermo cardíaco.

Es curioso esto de entrar en un hospital. Yo lo había hecho muchas veces como acompañante o como visita, pero nunca como paciente. Es un proceso muy especial. Para un psicólogo como yo, resulta toda una aventura personal e intelectual.
Lo primero de todo es que tú mismo cambias el chip. Entrar en el hospital es como renunciar a ti mismo, alienarte, dejarte en manos de otros que harán de ti lo que consideren oportuno. Es como un acto de fe en la institución. Para mí no representó demasiado problema. Soy buen paciente (y ya lo dice la propia palabra, el paciente debe ser alguien que se llene de paciencia). Tampoco me cuesta resignarme. Va en mi ADN. Y resignarse es un sentimiento que va unido a la categoría de paciente hospitalario. O sea, que reúno buenas cualidades para ser un buen paciente. Y allí entré. Me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron “adentro”.

Curiosamente, lo primero que pasa es que te desnudan. Es muy simbólico eso. Desaparece el personaje, lo que tú eres por tu apariencia, por tus gustos, por tu forma de presentarte. Todo lo que representamos con nuestra ropa. Y se queda solo el cuerpo. Te reducen al cuerpo, a esa amalgama de carne, funciones fisiológicas, órganos y demás componentes del soma. Eso es lo que los médicos van a tratar. Toda la policromía del atrezzo con que nos adornamos se queda reducida a esa curiosa bata abierta que te deja el culo al aire. Adiós, también, al pudor. Todo lo que ocultabas en la vida ordinaria se pone al descubierto.

Así que en pelotas a la camilla que te toca. Primero, claro, en uno de los cubículos de urgencias: la camilla y una cortina que te separa del otro enfermo que está un poco más allá. Y comienzan las pruebas: te toman el pulso, la tensión, la temperatura, te sacan sangre, te empiezan a agujerear poniéndote una vía (que como me la pusieron en el brazo derecho, luego tuvieron que cambiarla al izquierdo), a afeitarte (a mí me pelaron la muñeca derecha y la toda ingle: un trabajo de aliño). De pronto apareció una especie de grúa y pensé qué exagerados si me han de cambiar a otra camilla no precisaban grúa, lo puedo hacer yo mismo. Pero no era eso, era una máquina portátil de radiografías. Bueno, pues radiografías del pecho. Fue curioso porque la médico que las hacía gritaba en voz alta. ¡Ojo, rayos, todos fuera! Luego trajeron a urgencias a una señora que gritaba desconsolada “¡¡eu morro, eu morro!!” (me muero, me muero) mientras las enfermeras trataban de tranquilizarla. Dos camillas más allá había alguien que suspiraba y repetía como un karma, ¡Dios mío, Dios mío! Al poco oí a alguien gritar en el pasillo: “¿Quién ha visto al de la funeraria?” Mucho follón.

Después llegó una médico que volvió a preguntarme qué me había pasado. Yo comencé…”como ya le he dicho a su compañero…”, pero enseguida me cortó: No, quiero que me lo cuente a mí. Y empecé de nuevo la historia. Ella estaba obsesionada con los detalles: y cómo se levantó del sofá, y cuántos pasos dio, y cuánto tiempo perdió el conocimiento, y qué cara tenía cuando se cayó (las alternativas eran chocantes: estaba amarillo, blanco, rojo),  y cómo me quedé en el suelo (que si despatarrado o bien colocado). En fin, seguro que todas son preguntas sensatas pero tanta precisión en un momento así, resulta difícil. Además, como estaba con mi mujer, bastaba que yo escogiera una alternativa para que a ella le pareciera más acertada otra.

Y así, se fue echando la noche. La cosa se alargó porque, al parecer, la gente se había ido a cenar (y yo allí con un hambre que me moría). Pero, al final, tras un buen rato me llevaron a la habitación. Zona intermedia, me dijeron, ni con los enfermos críticos ni con los de planta.
Y así llegué a la primera noche. Estaba solo en la habitación y como me sentía bien no quise que nadie se quedara conmigo. Al final, aquello era como una noche más de las que suelo pasar en los hoteles de medio mundo.

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