No da mucho tiempo a pensar, la
verdad, cuando pasa algo de eso. Primero, que no tienes experiencia. Y luego
que todo es tan rápido, tan inesperado que tú mismo te quedas sorprendido.
Yo había pasado una mañana de
domingo estupenda jugueteando con los sobrinos-nietos en la Ciudad de la
Cultura y comiendo después con ellos en una pizzería. Todo muy familiar y
agradable. Y tras la comida nos despedimos de ellos y regresamos a casa. Obviamente,
lo que siguió a eso fue una siestecita en el sofá mientras seguíamos la voz of the record de quien hablaba en la
televisión (alguna película de sobremesa que no
recuerdo). Desperté, como siempre, en esos despertares a cámara lenta en los que
vas recuperando, poco a poco, la consciencia. Fue entonces, ya cuerdo y
presente, cuando me levanté del sofá para buscar algo. He de bordear la mesita
baja donde ponemos las cosas(y a veces los pies) mientras estamos en el sofá para salir de la sala, y en esas estaba cuando sentí, como en otras ocasiones
cuando me agacho a recoger algo y me levanto rápido, un pequeño mareo. Normalmente eso se resuelve
esperando de pie unos segundo hasta recuperar el equilibrio. Solo que esta vez
no iba de eso y caí redondo al suelo. Y todo se fue al carajo.
Primero es la nada, no sabes qué pasa solo que te estás yendo al suelo tirando sillas y todo lo que se pone por
delante. Luego los gritos de quien está contigo. Luego la sorpresa de verte
tendido en el suelo, magullado y sin poder explicar qué coño ha pasado. Todo en
pocos segundos (vamos, al menos ésa es la sensación que tú tienes). Es curioso
cómo una vida puede cambiar en pocos segundos. Así, sin comerlo ni beberlo. Sin
preaviso.
Mientras Elvira llamaba
angustiada por teléfono y me mandaba quedarme quieto, yo no salía de mi
sorpresa. Te puedes caer por un tropezón o un mal paso. De eso ya tienes
experiencia. Pero caerte así por las buenas, porque has perdido el conocimiento, es
raro. Ella llamaba por teléfono, yo le decía que no había pasado nada, que
estaba bien (salvo el leñazo en las costillas al chocar con la silla). Y por mi
cabeza pasaba toda una película de destrozos: a tomar por el saco todos mis
planes para los próximos meses (el viaje a México para el que faltaban dos
días; el proyecto de Perú; los Congresos que tengo por delante, todo). Me había
pasado una cosa así cuando tuve un accidente de coche: mientras el coche
derrapaba y cruzaba milagrosamente entre árboles para ir a chocar contra la
rueda trasera de un tractor (¡ya es tener suerte, que de todos los árboles,
muros, terraplenes contra los que pude chocar y destrozarme, ir a hacerlo
contra la enorme rueda de atrás de un tractor, algo mullido y acogedor!), yo iba
repasando mi vida, pero sobre todo los proyectos que tenía por delante y que tendría que anular. Pues
ahora me pasó lo mismo. Como se lo he tenido que contar múltiples veces a los
amigos y familiares, he ido perfeccionando el relato. Lo que me pasaba por la
cabeza, les he dicho, era como un gran montón de escombros. El edificio que
había planeado para los próximos meses, lleno de viajes y conferencias,
convertido en escombros.
Es curioso esto de entrar en un
hospital. Yo lo había hecho muchas veces como acompañante o como visita, pero
nunca como paciente. Es un proceso muy especial. Para un psicólogo como yo,
resulta toda una aventura personal e intelectual.
Lo primero de todo es que tú
mismo cambias el chip. Entrar en el hospital es como renunciar a ti mismo,
alienarte, dejarte en manos de otros que harán de ti lo que consideren
oportuno. Es como un acto de fe en la institución. Para mí no representó
demasiado problema. Soy buen paciente (y ya lo dice la propia palabra, el
paciente debe ser alguien que se llene de paciencia). Tampoco me cuesta
resignarme. Va en mi ADN. Y resignarse es un sentimiento que va unido a la categoría de paciente
hospitalario. O sea, que reúno buenas cualidades para ser un buen paciente. Y
allí entré. Me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron “adentro”.
Curiosamente, lo primero que pasa
es que te desnudan. Es muy simbólico eso. Desaparece el personaje, lo que tú
eres por tu apariencia, por tus gustos, por tu forma de presentarte. Todo lo
que representamos con nuestra ropa. Y se queda solo el cuerpo. Te reducen al
cuerpo, a esa amalgama de carne, funciones fisiológicas, órganos y demás
componentes del soma. Eso es lo que los médicos van a tratar. Toda la
policromía del atrezzo con que nos adornamos se queda reducida a esa curiosa
bata abierta que te deja el culo al aire. Adiós, también, al pudor. Todo lo que ocultabas en la vida ordinaria se pone al descubierto.
Así que en pelotas a la camilla
que te toca. Primero, claro, en uno de los cubículos de urgencias: la camilla y
una cortina que te separa del otro enfermo que está un poco más allá. Y
comienzan las pruebas: te toman el pulso, la tensión, la temperatura, te sacan
sangre, te empiezan a agujerear poniéndote una vía (que como me la pusieron en
el brazo derecho, luego tuvieron que cambiarla al izquierdo), a afeitarte (a mí
me pelaron la muñeca derecha y la toda ingle: un trabajo de aliño). De pronto
apareció una especie de grúa y pensé qué exagerados si me han de cambiar a otra camilla no precisaban grúa, lo puedo hacer yo mismo. Pero no era eso, era una
máquina portátil de radiografías. Bueno, pues radiografías del pecho. Fue
curioso porque la médico que las hacía gritaba en voz alta. ¡Ojo, rayos, todos
fuera! Luego trajeron a urgencias a una señora que gritaba desconsolada “¡¡eu morro, eu
morro!!” (me muero, me muero) mientras las enfermeras trataban de
tranquilizarla. Dos camillas más allá había alguien que suspiraba y repetía
como un karma, ¡Dios mío, Dios mío! Al poco oí a alguien gritar en el pasillo:
“¿Quién ha visto al de la funeraria?” Mucho follón.
Después llegó una médico que
volvió a preguntarme qué me había pasado. Yo comencé…”como ya le he dicho a su
compañero…”, pero enseguida me cortó: No, quiero que me lo cuente a mí. Y
empecé de nuevo la historia. Ella estaba obsesionada con los detalles: y cómo
se levantó del sofá, y cuántos pasos dio, y cuánto tiempo perdió el
conocimiento, y qué cara tenía cuando se cayó (las alternativas eran chocantes:
estaba amarillo, blanco, rojo), y cómo
me quedé en el suelo (que si despatarrado o bien colocado). En fin, seguro que
todas son preguntas sensatas pero tanta precisión en un momento así, resulta
difícil. Además, como estaba con mi mujer, bastaba que yo escogiera una
alternativa para que a ella le pareciera más acertada otra.
Y así, se fue echando la noche. La cosa se alargó porque, al parecer, la gente se había ido a cenar (y yo allí con un hambre que me moría). Pero, al final, tras un buen rato me llevaron a la habitación. Zona intermedia, me dijeron, ni
con los enfermos críticos ni con los de planta.
Y así llegué a la primera noche.
Estaba solo en la habitación y como me sentía bien no quise que nadie se
quedara conmigo. Al final, aquello era como una noche más de las que suelo
pasar en los hoteles de medio mundo.
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