Comienza la AVENTURA
Quizás sea un poco exagerado
decir que ir de crucero sea una aventura, pero para quien lo hace por primera
vez no deja de tener su mandanga: te echas al mar por varios días (una semanita
en nuestro caso), te unes a un grupo infinito de gente (casi tres mil turistas
y 1400 personas de tripulación), en una nave que parece un rascacielos (estamos
en el piso 12, en la habitación 12225, pero hay 14 pisos y, desde luego, casi
300 habitaciones por piso), nuestra mesa en el comedor (uno de los tres o
cuatro que hay) es la 910 (pese a lo cual todavía hay muchas otras con números
más altos) y estamos en el 2º turno (o sea que hay otro turno anterior en el
que esa enormidad de mesas también se han llenado y lo mismo ha debido pasar en
los otros restaurantes). Es decir, que para gente como yo a la que le asustan
las multitudes y busca siempre espacios tranquilos y sosegados este crucero va
a ser una prueba de fuego.
Los prolegómenos no han estado
mal. Unos días en Barcelona desfrutando de hijos y nietas por todo lo alto. Uno
se va haciendo mayor y de las pocas cosas buenas que eso suele traer consigo,
la mejor de todas, sin duda, son los nietos. Nietas en nuestro caso. Berta ya
fue una bendición con su etapa de bebé feliz y su infancia inteligente y
graciosa. Y ahora, Iria y Mar, llegadas tan seguiditas, tan en su momento, son
como un premio gordo repetido. Estar con las tres a la vez, tiene su puntito de
sobredosis pero han sido unos días estupendos.
Y de Barcelona a Venecia para tomar el barco. Una
interfaz magnífica porque nos dio la
oportunidad de poder saludar a nuestros consuegros en Venecia, saborear una
pasta exquisita en un restaurant de la zona y llegar al puerto bajo su
protección. Así que allí estábamos puntuales dos horas antes de que comenzara
el viaje.
La primera sorpresa fue que había
un grupo de gente enorme de gente esperando. Uno ve en las películas que la
gente llega, se abraza tiernamente de despedida y va subiendo por la escala
hasta cubierta. ¡Películas! En la vida real todo se ha complicado mucho. La
primera espera es para preparar el check-in. Largas filas y una espera media
para que miren tu pasaje, te pongan un identificador en la maleta y te den un
número que corresponde al grupo con el que harás tu facturación. Pasas de ese
primer control y, enseguida llega otra espera hasta que le llegue el turno a tu
turno. Esa fue más larga. Luego otra espera hasta que vas avanzando poco a poco
en esas filas quebradas, construidas a baje de pilotes y cintas con las que van
haciendo pasillos. Se han debido poner de moda porque las encuentras en todas
partes. Luego nuevas esperas para pasar los controles y scanneres y al final,
cuando creías que ya estabas dentro, aún te quedan una o dos esperas más hasta
que te sientes ya dentro del barco. Claro que entonces comienzan las colas para
tomar el ascensor, para preguntar a un filipino que ni papa de español y solo
un poco de inglés dónde diablos puede estar una habitación con tantos
dígitos y para enterarte de que lo
primero que has de hacer es subir mangao a la habitación (encontrarla, que
tiene lo suyo) y tomar inmediatamente los flotadores salvavidas para un primer
simulacro que se va a realizar en el puente 7. ¡Que estrés, señor! Y eso que
uno va de crucero para relajarse.
Encontrar la habitación tuvo su
dificultad pero como ya estamos acostumbrados a los hoteles, incluso a hoteles
enormes, pues se logró. Más preocupante fue que mientras en otras puertas
estaban ya las maletas de sus ocupantes, en la nuestra no había nada. Pero como
sonaban los pitidos de la alarma llamando urgentemente al puente 7, tomamos
nuestros equipos salvavidas y bajamos echando leches al meeting point. Lo cual tampoco fue fácil. Empezamos como todo el
mundo siguiendo a los que iban delante pero resultó que cada uno tenía una
letra en su equipo y el lugar de encuentro era distinto para cada uno. Así que
tras no pocos titubeos encontramos nuestro refugio y allí hicimos el paripé
colectivo de ponernos los flotadores y atender a nuestros posibles salvadores
si algo ocurría. El ejercicio acabó como el rosario de la aurora y cada quien
se fue a explorar primero la habitación que nos había tocado y después el
barco.
Eso de conocer el barco lleva su
tiempo y hay que tomárselo con calma. Uno se cruza con gente que camina con
paso seguro y parece que sabe a dónde va. Debe ser que ya han hecho más
cruceros. Pero la mayoría vamos totalmente despistados. Entre la biodramina que
nos habíamos tomado por si las moscas y la novatería que se nos notaba de forma
exagerada, no hacíamos otra cosa que avanzar y retroceder. Pero bueno, las
cosas esenciales las habíamos descubierto. Nuestra habitación, las piscinas,
las salas de música, el restaurante y diversas salas cuya función aún se nos
escapaba. Incluso acabaron llegando las maletas, con lo cual, comenzó la
operación desestrés y nos fuimos relajando.
La salida de Venecia fue
impresionante. El barco-mundo fue pasando por los canales centrales y vimos
desde esa perspectiva espectacular que te da el estar en un piso doce y desde
el agua, los principales monumentos de la ciudad. Más de hora y media tardamos
en cruzar la ciudad. Dos remolcadores, uno a proa y otro a popa iban ayudando
al monstruo a circular correctamente y maniobrar por los canales. Los miles de
barcos y vaporetos con los que nos cruzábamos nos saludaban (debía ser
imponente ver nuestra mole inmensa desde los barcos pequeños en los que ellos
iban). Y así comenzamos la travesía. Después ya comenzó el mar con todos sus
encantos y la noche se nos echó encima.
En los cruceros, un momento
esencial es la cena. Te asignan una mesa que será la tuya durante todo el
viaje. Y te asignan, también, unos compañeros de mesa. Así que nos acercamos al
comedor llenos de incógnitas. La primera impresión (pese a que una vez más
hubimos de sufrir de una gran cola) fue fantástica: el comedor era un salón
inmenso pero muy bien distribuido y adornado. Repisas y elementos intermedios
permitían crear espacios más reducidos y dotarlos de una cierta intimidad. La
decoración fastuosa. Italiana. Miles de detalles todos muy cuidados. Unas
tonalidades ocres magníficas y muy bien conjuntadas. Sillas elegantes. En fin,
muy bien. Menos suerte tuvimos con el camarero: un filipino que ni papa de
español, casi nada de italiano y solo poco inglés. “Nos tendremos que comunicar
por señas”, pensé. Como sería la cosa que para el segundo día ya nos lo
cambiaron por otro hondureño. Los compañeros de mesa bien. Un matrimonio
uruguayo de empresarios que venían de Dinamarca y una pareja de jovencitos (les
pregunté si viajaban de viaje de novios y me dijeron que sí de novios pero no
de recién casados). Lo sentimos por ellos porque los uruguayos y nosotros
éramos dela misma edad, pero ellos iban a sentirse un poco desplazados. Y la
cena estuvo bien. La conversación fluida. La comida muy aceptable y el ambiente
general aceptable.
Nuestra cena acabó ya tarde y
aunque dimos un paseo por las diversas salas de animación ninguna nos pareció
excesivamente sugestiva y preferimos acostarnos. Quedaban muchos días por
delante. Y en el camarote uno se siente como en su casa. Y con el mar al lado.
Ese sonido constante y tranquilizador.
De todo lo que hoy hemos visto me
quedo con el paseo por los canales de Venecia y con el mar. El mar es
cautivador. Hay algo que te llama, que te atrae como si fuera un imán. Lo ves
tan inmenso, tan fluido, tan acogedor (quizás sean resonancias a nuestras
primeras experiencias en el vientre materno) pero uno quisiera tirarse a ese
inmenso útero y confiarse a él. Debió ser el canto de sirenas de esa zona del
Adriático. Pero ganó la cama, que también tiene su encanto.
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