Desde luego, pasarte 11 horas y
pico en un avión es un martirio lo mires por donde lo mires. No te queda otra
que armarte de paciencia y ponerte a disposición del destino. Pueden surgir
tantas cosas que es mejor no pensarlo. Si te cansas, cambias de postura y a lo
que dure. La única ventaja que le veo es que te permite ponerte al día en las
películas que aún no has visto. Once horas dan para mucho. Esta vez, con
intervalos para dormirte un poco, remolonear otro poco, mirar la prensa,
lamentarte por las esperas y varias otras tareas circunstanciales, tuve tiempo
para ver tres películas. Una por curiosidad “I am from Chile”, de Díaz Ugarte,
una historia menor que tenía el encanto de dar a conocer el nuevo cine chileno. Pero lo bueno fue que pude recuperar dos que tenía en mi lista pero que entre unas cosas y
otras, se me fueron pasando: “La ladrona de libros”, que me enamoró, y “Agosto”
que me dejó bastante frío. Así que dejo en el limbo las otras dos, para
centrarme en La ladrona de libros, una hermosa película, en la línea de las
muchas que se han hecho sobre la época nazi pero con una ternura muy especial.
Es una película con tantos detalles, con tantos mensajes que te llega al alma.
Basada en la novela de Marcus
Zusak que llevaba el mismo título, se narra la historia de una niña proveniente
de la zona comunista que, tras perder a su hermano, acaba en una casa de
acogida alemana. El film está dirigido por Brian Percival con guión de Michael
Petroni que, a lo que cuentan (yo no he leído la novela) ha sido bastante fiel a
la historia original, aunque insuflándole algo más de dramatismo. La
protagonista es Sophie Nélisse una niña encantadora a la que ya había visto y
admirado en otra película, Profesor Lazar. La película hace una increíble
recreación de ambientes (bueno, uno se figura que pudieron ser así), mantiene
un ritmo en el que pocas veces decrece un nivel de tensión que te hace
seguir la historia absolutamente metido en ella (incluyendo algunos picos de
tensión en los tú mismo te angustias). En fin, ya dije que se trataba de una
excelente película (de hecho, fue seleccionada para varios de los oscars de
este año).
La historia es sencilla. Su madre
la entrega a una familia que, a cambio de dos subvenciones del Estado, está
dispuesta a aceptar a los dos hermanos. Como uno muere en el viaje, para gran
disgusto de la madre acogedora, será solo la niña la que acabará formando parte
del grupo familiar. Las cosas en Alemania están ya fuera de control, con los
grupos pro-nazi haciéndose con el control de las calles y de la vida social y el país embarcado en la guerra contra inglaterra.
Sus constantes tour de forcé van
siempre dirigidos contra los judíos y quienes les amparan. Pero atacan con el
mismo furor a todo lo que se escapa a su control y a su obsesión por generar
una nueva cultura propia, lo que supone romper con cualquier vestigio de otras
culturas. Los libros se convierten en sus enemigos.
La niña acogida se incorpora a la
escuela local aunque pronto es objeto de las burlas de sus compañeros pues no
sabe leer ni escribir. La pobreza no la ha hecho apocada ni resignada y se
enfrenta con valentía a los niñatos que la acosan. A la vez entabla una preciosa amistad con otro
chico de la escuela. Junto a él irá construyendo una historia alucinante de
recuperación de sí misma y de su entorno.
El primer golpe emotivo de la película
surge en el momento en que los nuevos padres reciben a la niña acogida. La
madre huraña, distante, fría. Quejosa no tanto por haber perdido a un niño como
por haber perdido una subvención. Mal asunto, piensa uno. Otra pobre criatura
que va a ser la cenicienta de esta casa, un objeto a manipular. Pero entonces
entra en acción el padre y enseguida se comprueba que es una persona muy
especial, muy tierno, con una mirada capaz de romper barreras y despejar
temores. “Baje, majestad, le dice…” con un gesto cortesano. Y la niña inicia
así su nueva vida. La presencia de este padre amable jugará un papel central en
toda la película. El padre que cualquier niño añoraría tener.
Dos ejes o elementos cruzan la
película y le dan todo el profundo sentido que, al final adquiere. “Las palabras son vida” dice alguien en
el film y en ello radica el núcleo fundamental de la película: las palabras por un lado (palabras que
están en los libros) y la vida (que,
en su caso es una lucha permanente entre la vida y la muerte). En realidad, es
una película sobre las palabras (los libros) y la vida (la muerte).
Obviamente, el mensaje central es
que las palabras nos mantienen vivo. Ellas mismas tienen vida y son capaces de
transmitírnosla. Los libros, por eso, son una enorme fuente de vida. Ella que
no sabía leer, se estaba muriendo sin saberlo y empieza a vivir porque empieza
a disponer de palabras. Ella las va apuntando, cada palabra nueva que es capaz
de encontrar en un libro. Va haciendo con su padre su diccionario (¡qué hermosa
imagen la del sótano convertido en un gran diccionario con todas las palabras
nuevas que la niña descubría!). Y qué
impresionante escena cuando la pequeña entra en la biblioteca del alcalde del
pueblo: ¡tantos libros juntos! Como un milagro indescriptible. Se queda
extasiada, sin palabras. Un hermoso canto a la palabra, las palabras. Palabras
escritas y palabras dichas (“el valor de un hombre es su palabra”, se dice en
otro momento del film). Y cuando estaban en el refugio antibombas, todos
sumidos en un clima de desesperanza y angustia, ella comienza a contar una
historia y la historia (las palabras que dan vida) van serenándoles y
consolándoles hasta que cesa la alarma.
El otro eje del discurso
argumental es esa batalla constante entre la vida y la muerte. Que gane la vida
o lo haga la muerte es, a veces, cuestión de azar. De hecho, la narración
fílmica está contada por una voz en off,
la voz de la muerte que va rondando a los protagonistas, aproximándose y
alejándose de ellos en movimientos impredecibles. La muerte está presente desde
el inicio, cuando fallece el hermano pequeño de la niña, y no se separará de la
historia en ningún momento hasta la traca final. Irónicamente, la historia sucede
en la calle Himmer Strasse (la calle del cielo). Pero junto a tanta muerte,
también hay mucha vida: la vida enorme e intensa del padre amable (y después,
también la de la madre que hace un cambio total del inicio al fin); la vida de
la propia niña que acaba contaminando su propia vida a todos aquellos con los
que se relaciona; la vida de esa relación de amistad con el muchacho rubio; la
lucha por la vida del nuevo inquilino de la casa; la vida de las cosas pequeñas
(ese jugar con la nieve en el sótano que les permite volver a sonreír, a jugar,
a divertirse); la vida que transmite el acordeón (que, el final, hasta le salva
la vida a ella). Todo un canto a la vida. Hermoso canto a ese valor esencial
cuando todo alrededor es un territorio de muerte.
Ver una película como esta en un
avión a varios kilómetros de altura y cruzando el Atlántico (es decir, con la
vida y la muerte jugándose a los naipes tu destino) tiene un impacto mucho más
fuerte que cuando la ves en el salón de tu casa o en la cómoda butaca de la
sala de cine. Quizás por eso me ha afectado más. Por lo general, no disfruto en
las películas de nazis. Me parece una situación tan perversa, tan sinsentido
que me angustio enseguida. Sin embargo, la ladrona de libros me ha encantado,
me ha colmado de sensaciones intensas, me ha hecho llorar, me ha dado la
oportunidad de vivir esa emoción de la vida que nace de las palabras, de los libros,
de la música. De las que no se olvidan. Si pueden, no se la pierdan.
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