Santorini ha sido una sorpresa
desde todos los puntos de vista. Apenas sabíamos nada de ella (salvo que todos
nuestros amigos que ya han hecho este crucero decían que es preciosa). Y la
verdad es que resulta de una belleza natural asombrosa. Responde muy bien a esa
idea que uno se hace, a través de las películas, de lo que puede ser una isla
griega.
El día comenzó temprano y nos
hicieron madrugar. Además, en esta ocasión el barco no atracaba en puerto sino
que anclaba en plena bahía con lo cual el desembarco lo haríamos a través de
lanchas. Una emoción añadida. Así que para evitarnos riesgos, esta vez, nos
apuntamos a la excursión oficial. Mejor llevarlo todo ya organizado. Y así fue,
a la hora prevista (nosotros antes, aunque nos pesó) nos presentamos en el
lugar de la cita (el salón de actos del barco) y allí tras algunos trámites en
los que te asignan a un grupo y un autobús nos pidieron que esperásemos. Se
hizo larga la espera. Y como suele pasar en estos actos, mientras los otros
grupos (ingleses, alemanes, japoneses, etc.) estaban allí como clavos media
hora antes, los italianos y españoles que íbamos juntos fueron llegando a
cuentagotas. Total que fuimos los últimos en salir, pasada media hora de la
prevista. Los controles consabidos y derechos al autobús (el 23 era el nuestro, de los que hablábamos
español).
El trayecto hasta el puerto era
corto pero, aun así, a algunos se les hizo muy cuesta arriba. Una mujer que iba
con su hijita (de año y pico) se mareó y la pobre lo pasó fatal. Menos mal que
entre la abuela y los que íbamos a su lado pudimos entretener a la niña y
ayudarla a salir la primera. Una vez en el puerto, subimos al autobús y al
ratos nos incorporamos a la fila enorme de autobuses que comenzaban la gira del
día.
Santorini es una isla cortada
casi en vertical. Las casas están en la cima. Así que salir del puerto es
comenzar a avanzar en S subiendo todo el frente de la Isla. No sé si hablaban
de 750 ms. De desnivel. Se puede subir (y bajar) a través de una escaleras (580
escalones, ya nos habían advertido que era una tarea solo para cachas), en
funicular y en autobús, como nosotros. La verdad es que ya ese inicio de
jornada fue espectacular porque vas zigzagueando con una vista cada vez más
amplia y rica de la ensenada. A parte de
ese paisaje fantástico, Santorini (con 12.000 habitantes en toda la isla,
aunque en el verano puede llegar a los 70.000) está compuesto por dos ciudades
principales. La capital, Fira, que está justo en la mitad de la isla, encima
del puerto de donde nosotros partíamos, y Oia es una de las puntas. El plan era
llevarnos primero a Oia y regresar posteriormente a Fira.
Nos tocó una guía un poco pelma
(a veces, querer hacerse la graciosa solo hace que resultes patética y eso le
pasó a ella insistiendo en tópicos) pero de algunas cosas pudimos enterarnos
con ella. Por ejemplo que lo más famoso de la isla son los vinos (la isla es
volcánica y su forma de cultivar los vinos recuerda mucho a Lanzarote), los
tomates (los probamos y no conseguimos descubrir cuál era su maravilla), las
aceitunas (que, efectivamente, eran de esas un poco arrugadas y estaban muy
sabrosas) y el queso Feta (nada del otro mundo para quienes amamos los quesos
por encima de todas las cosas). También cantó las alabanzas, justas, de los
lácteos griegos, sobre todo de sus yogures. Salvo estas cosas, no pudimos
sacarle mucho más. Bueno sí, que no nos veía con capacidad para poder volver de
vacaciones a la isla porque las habitaciones de los hoteles cuestan 2000 euros
la noche (¡una exageración!, me pareció) y que, desde luego, por menos de 250
euros no se duerme ni en casetas de perro. Contó también que la gran erupción
del volcán fue en 1956 en que quedó prácticamente destruida la isla. De hecho
parte de ella desapareció. Y lo que hoy existe es fruto de los programas de
reconstrucción que se llevaron a cabo a partir de ese momento. Tendré que
consultar en fuentes más acreditadas de cómo fue la cosa.
Lo que resulta cierto de toda
certeza es que Oia es un lugar espectacular. Casitas blancas colgadas unas
sobre otras sobre el acantilado que da al mar. Construidas sobre terrenos
calcáreos de roca volcánica clara. Como se verá en las fotos uno podía
deleitarse con ricones realmente bonitos. Lo peor de todo era tener que ir casi
en fila india porque las callejuelas estrechas estaban desbordadas con tanta
gente que habíamos llegado del crucero, todos juntos. Y no solo estaba nuestro
barco, también había llegado detrás nuestra otro crucero con sus miles de
personas todas en grupos y caminando como rebaños. Comentaba después un mejicano
que había querido ir a mear a un urinario y había tenido que hacer una cola de
más de media hora (y ha tenido usted suerte, le dijo la guía, en verano habrían
sido dos horas). No merece la pena ver cosas tan lindas en medio de tanta
gente. No puedes saborearlo.
En el pueblo había una iglesia
ortodoxa y fue una buena oportunidad para recordar otras iglesias de ese rito
que había conocido en Helsinki. Todo muy distinto a nuestras iglesias, más
recogido, con más rincones y más espacios como ocultos. Por cierto que otra de
las gracias que nos contó la guía era que en el rito ortodoxo uno se puede
casar hasta tres veces (con distintas mujeres u hombres, se entiende, y por la
Iglesia, claro). Lo contaba porque alguien le había dicho que quería
convertirse a ese rito para poder casarse de nuevo. Bueno, eso es fácil de
entender: los curas ortodoxos se pueden casar y ellos ya ven desde dentro los
vaivenes que dan los matrimonios (también los suyos) y, por la cuenta que les
trae, son más flexibles. Digo yo que será por eso.
Bueno, tras Oia y encantados,
regresamos a Fira pero pasando antes por una bodega de vino donde nos
ofrecieron una degustación. Preparar una degustación para tantísima gente no es
fácil. Los primeros que llegaron arramplaron con los pocos pinchos que pusieron
para acompañar al vino. Y luego a medida que iban reponiendo algo, la gente se
lanzaba hambrienta a pescar algo. Luego resultó que había para todos. Y hasta
pudimos repetir, incluso vino, cuanto quisimos. El vino bebedeiro, sin una gran
cosa. Había un blanco que yo no probé pero que tampoco recibió muchas alabanzas
(aunque, de la gente de la excursión, yo creo que se podían contar con los
dedos de la mano los que sabían algo de vino, y eso contándome yo). Parece ser
que tienen, también lo ofrecieron pero yo no lo probé, una cosa que llaman
“vino santo” (una especie de “vino de misa”, dijo la boba de la guía) que
quiere ser una especie de jerez y que no estaba mal.
Fira, la capital de la isla, es
algo parecido a Oia. Más grande y más tumultuosa. Todo organizado para el
turismo, por supuesto. Las calles son comercios encadenados con souvenirs y
cosas que los turistas puedan comprar (pero no se veía a nadie comprando, no sé
si al final les será rentable). Y, claro, todo a precio de turista. El café a 3
euros, un yogur con frutas a 7 euros. Caro.
Ya he dicho que viajar produce
mucho estrés. Más aún cuando se viaja en multitud. El regreso al puerto
debíamos hacerlo bien bajando por los 580 escalones (cosa que yo pensaba hacer)
bien en el funicular. Y nos habían advertido que el último bote para el barco
saldría a las 4 de la tarde pues zarpábamos a las 4,30. Bueno pues fue llegar a
Fira y hacerle una enorme cola para tomar el funicular. Faltaban casi hora y
media para las 4 de la tarde pero ya estaba la mitad del grupo (cientos de
personas) impacientándose por no perder el funicular y luego el barco. Puro
estrés.
Aún nos dio tiempo a dar una
nueva vuelta por la ciudad y sentarnos cómodos a tomarnos un cafecito y el
yogur con frutas (caro, pero delicioso, hay que reconocerlo). Después nuevo
paseo y aprovechando que pasábamos por cerca de las escaleras de bajada (me
ahorré medio centenar) yo me animé a ir bajando los 550 escalones que me
faltaban. Elvira se fue al funicular. Al poco me encontré con los burros
(cientos de ellos, parados en los escalones a la espera de alguien que
requiriera su servicio para bajar). Era llamativo ver tantísimos burros y mulas
allí orillados. El olor, nauseabundo. Bueno pues resulta que también ellos suben
y bajan por los escalones (son escalones, de esos de dar dos o tres pasos para
pasar de uno a otro; no eran simples peldaños). Me tropecé con varios que no
solo subían los escalones con gente en su grupa, sino que los subían trotando).Y
se tienen tan aprendido el camino que ya van por la esquina (aunque los
cabritos buscando siempre la mano corta al coger las curvas) y si ven que sube
gente que va a tropezar con ellos, se paran un momento para dejarte pasar. Eso
sí, un olor infame durante todo el trayecto (por otra parte, precioso, pues
igual que había hecho el autobús para subir en zig-zag, lo mismo hacían los
escalones). La verdad es que no resultó nada costoso bajarlos. Tardé diez
minutos en llegar abajo. Y sin correr. Y me crucé con señoras que bajaban con
un bebé en brazos y otro niño agarrado de la mano. Así que no era difícil.
Bueno, una vez abajo, nuevamente
la lancha, llegada al crucero, más controles y tranquilamente a la habitación a
descansar. Por la noche tuvimos un espectáculo musical muy entretenido, mitad
música y baile, mitad acrobacias gimnásticas. Todo en torno a los piratas. Y de
allí a clase de baile, esta vez merengue. Bueno, estuvo chupado porque el
merengue ya lo tenemos asumido hace tiempo, pero siempre viene bien recordar. Y
disfrutar un poco. Luego la cena con los compañeros de mesa (es curioso cómo en
tres cenas que llevamos ya vamos haciéndonos amigos, sabiendo cada vez más unos
de otros y pasándolo bien). En el fondo
somos buena gente.
Y aunque las ofertas seguían en
las distintas salas y puentes del barco, lo que más te apetece a esas horas es
ir a la piltra y leer un poco. O lo que sea.
Llevamos ya tres días y medio de
crucero. Estamos en el ecuador. Hemos visto cosas realmente preciosas. Y, sin
embargo, lo mejor de todo es el mar. Ese mar nocturno, perlado de las espumas
que va dejando el barco, sinuoso y susurrante. Hermoso, el Adriático, oiga!.
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