Primero parecía que era una cosa
rara que les había pasado a los chinos. Viven allí una vida tan especial, son
tantos, llevan una existencia tan intensa que cosas de esas tenían que pasarles
a ellos. Nos extrañó, pero menos. Cualquier cosa es posible en China, el país
donde todo es exagerado. Y exagerados fueron tanto el problema (una gripe
jodida, decían por aquí) como la solución: cientos de infectados que aumentaban
exponencialmente, hospitales construidos en 10 días, miles de médicos contratados,
remedios tajantes de clausura de ciudades. Todo radical. Y durante semanas lo
miramos con curiosidad y asombro, pero como algo lejano y ajeno. Éramos como
esos paseantes que miran curiosos la riada desde el puente, asombrándose de la
fuerza del agua, pero sin pensar que esa noche o la próxima el río se
desbordará y arrasará con todas sus pertenencias.
Y así ha sido. Ya llevaba días
rondándonos. Primero fue Italia. Y como eso nos coge más cerca (a nosotros,
incluso muy cerca), la cosa empezó a preocuparnos. Hubo chistes y sonrisas de
esas que permiten dar salida a la ansiedad que ya empezaba a dibujarse: “Qui a Milano stiamo asagerando”, se
decía junto a un cuadro de la última cena de Da Vinci de la que se habían ido
todos los comensales. Luego los primeros casos en España, sobre todo de gente
que venía de Italia. Y poco a poco, la mancha de aceite fue agrandándose con
situaciones cada vez más complicadas: Torrejón, Haro, Igualada. Pero, ni
siquiera entonces, nos lo tomamos demasiado en serio, aunque la cosa pintaba
chungo. Era como una tarde con nubes negras anunciando tormenta. Siempre tienes
la esperanza de que la cosa no vaya a más, pero temes lo peor.
Nosotros teníamos previsto un
viaje a Barcelona para el día 11. Íbamos a pasar unos días con mi hermano Santi
en L’Atmella de Mar y a celebrar los cumples de hijo y nieta en Molíns de Rei.
El gobierno había recomendado que no se viajara si no era necesario y eso
comenzó a preocuparnos. Nos agobiaba perder el viaje y las onomásticas
familiares, todo planeado desde hace mucho tiempo. Pero tampoco nos parecía
prudente salir de casa tal como iban las cosas. De hecho, las noches anteriores
apenas pudimos dormir preocupados. Y finalmente decidimos suspender el viaje.
Solo que el día 10, yo salí de casa pronto porque tenía que recoger unas
recetas en el ambulatorio y vi la gente tan tranquila, cada quien yendo a su
trabajo, o de compras o haciendo lo suyo que me pareció que nos habíamos
rendido demasiado pronto y que era peor el miedo que el propio virus. Así que
inmediatamente escribí un whatsapp a mi mujer diciéndole que debíamos mantener
nuestros planes y, al volver a casa, me encontré con que también ella había
llegado a la misma conclusión tras llamar a nuestro hijo médico (el del
cumpleaños). Pues nada, pasó el día y la noche; madrugamos el día 11 y tomamos
nuestro vuelo a Barcelona. Todo perfecto.
En Barcelona estaba mi hermano
esperándonos con su coche. Calçotada en Molins con Michel para comer, visita
rápida a nuera y nietas al salir del cole y marcha a l’Atmella. Era miércoles
por la tarde. Nuestro plan era volvernos a reunir el domingo 15 en una playa
intermedia para celebrar el cumple de Michel y volver a Molins el martes 17
para el cumple de Sabela. Llegamos bien, hicimos una cena de recibimiento tranquila,
y una sobremesa agradable. Y empezaron a sonar algunas noticias preocupantes.
Igualada empeoraba, los colegios iban a cerrar, los supermercados estaban
asolados. Chungo!. El jueves fue un día tranquilo con arreglo de jardín y paseo
por la zona incluido. Pero las noticias iban agravándose: cierre de colegios y
universidades, control de entrada y salida en Igualada… Chungo, chungo! Nos
preguntábamos que debíamos hacer. Y nuestros dilemas cambiaban constantemente
de polo. Te llamaba una hija y te decía que volvieras. Te llamaba otro hijo y
te decía que te quedaras allí, que dónde mejor que en una urbanización donde en
esta época del año no te cruzas con nadie. Empezaba a sonar la idea de la
cuarentena. Los contagios aumentaban a un ritmo exponencial y el mismo camino
seguía nuestro nivel de estrés. La televisión no hablaba de otra cosa y
nosotros tampoco. Apenas dormimos esa noche y al levantarnos decidimos, sin
unanimidad, que nos volveríamos a casa el sábado. A tomar por el saco todas las
previsiones, las pequeñas vacaciones fraternales, los cumpleaños de hijo y
nieta, los billetes de regreso (tendría que sustituirlo por el alquiler de un
coche para llegar a Santiago: mil y pico kilómetros). Todo el tinglado se nos
vino abajo. Cuando se lo comentamos a nuestro hijo nos dijo que no podía ser y
que se acercaban ellos a l’Atmella ese mismo viernes para hacer juntos una
merienda cena que sirviera de celebración anticipada. Nos pareció estupendo,
aunque con cierto recelo por tener que madrugar al día siguiente para regresar
a casa.
A las 6 de la tarde llegaron las
nietas y sus padres. Como ya conocían la casa les fue fácil. Fueron unas horas
apacibles, aunque con la mosca detrás de la oreja siempre y sin poder salir del
monotema vírico. A las 8 nos pusimos a cenar y celebrar los cumples de padre e
hija y cuando ya estábamos concluyendo cayó la bomba: un whatsapp anunció a
nuestra nuera que Torra iba a pronunciar un mensaje anunciando que se cerraba
Cataluña y que no se podría ni entrar ni salir. Fue como un trueno ensordecedor
y una riada de nervios nos anegó a todos. Ellos se fueron a toda prisa y
nosotros tras escuchar a Torra, decidimos, sobre la marcha, que salíamos esa
misma noche, sin esperar al día siguiente, para que la medida del cierre no nos
encontrara dentro de Cataluña. Mi hermano fue a repostar gasolina y nosotros
nos pusimos a recogerlo todo como locos: fregar platos y utensilios de la cena
de los 9; recoger las habitaciones, retirarlo todo del jardín, preparar las
maletas, retirar y disponer para llevárnosla toda la comida prevista para los
días siguientes. ¡Hay que ver la energía que dan los nervios! En hora y pico
teníamos ya todo recogido. Mi hermano regresó diciendo que todas las
gasolineras del entorno estaban cerradas pero que podríamos llegar a Zaragoza
(ése era el plan: salir de Cataluña antes de media noche y llegar a Zaragoza,
pasar allí la noche en el piso de su hijo y seguir el viaje al día siguiente,
ellos para Tafalla, nosotros para Santiago de Compostela).
A las 10 y pico de la noche
comenzó nuestra huida desde l’Atmella. En Hospitalet del Infant dejamos la
autopista para tomar una carretera interior que nos llevara hacia Aragón. La
noche estaba tranquila y la carretera prácticamente sin tráfico. Yo no conocía
esa ruta y el viaje aún dio para observar entre sombras paisajes preciosos,
castillos iluminados, iglesias que lucían como estandartes. Hubiera sido
interesante disfrutar de aquellos pueblos de día (Benisanet, Mora de Ebro,
Caseres, Valjunquera…). Pero lo nuestro era salir cuanto antes de Cataluña,
hacerlo antes de que diera la medianoche y pudieran cerrarnos la salida. Lo
conseguimos justito, aunque en honor a la verdad ni vimos policía en el camino,
ni tuvimos en ningún momento la sensación de que pudiera tomarse alguna medida
de ese tipo de forma rápida. De todas formas, entrar en Aragón fue como un
suspiro de tranquilidad. Aún quedaba mucho para llegar a Zaragoza, pero ya
estábamos en zona segura (hay que ver cómo nos va entrando en el cuerpo esa
sensación de alejamiento de Cataluña, de sentirse ajenos; esa paulatina
construcción de una frontera emocional y casi física).
Llegamos a Zaragoza a la una de
la madrugada. La encontramos enorme y vacía. Su hijo, nuestro sobrino Mikel nos
estaba esperando. Generoso como siempre, no solo nos acogió en su casa, sino
que nos dejó lo mejor que tenía para que descansáramos y se fue él a dormir al
sofá. Dormimos bien, aunque pronto llegó la mañana. Tuvimos suerte de encontrar
una cafetería próxima que nos sirviera el desayuno (estaban esperando y
deseando el aviso de cierre) y, ya repuestas las fuerzas, iniciamos la segunda
etapa de nuestra huida a casa. Nos acercaron al aeropuerto, tomamos el coche
alquilado, nos despedimos tras esas minivacaciones frustradas, y comenzó
nuestro regreso.
Un largo viaje de nuevo: 850 kms
de autopista. Siete horas largas de camino. Y, la verdad, se hizo suave. Es un
camino bien conocido, apenas había tráfico y, ya en territorio amigo, nos lo
tomamos con calma. Acostumbrado como estoy a fijar la velocidad del coche en
123 o 124 kms por hora, conducir el Skoda Octavia que traía sin ese recurso me
dio algunos sustos. Te distraes y el coche se pone en los 150-160 Kms. sin que
te des cuenta. Veremos si no recibo alguna sorpresa en forma de multa…
Pudimos tomar algún café de
camino, aunque siempre con fuertes protestas de las camareras de las cafeterías
de las gasolineras que querían cerrar. No paramos a comer (lo resolvimos con un
bocadillo) y llegamos al aeropuerto a las 4,30 de la tarde. Dejamos el coche y
tomamos un taxi como si estuviéramos llegando de un vuelo normal. A las 5 de la
tarde en casa.
Nos animamos a iniciar este viaje
porque Santiago seguía vivo, la gente por la calle, los comercios abiertos,
todo funcionando. Al llegar, todo está cerrado. No se ve un alma y se tiene la
sensación de que también aquí se ha producido ese proceso de concienciación del
peligro. No sé si lo hacemos por convencimiento, por miedo al virus o a las
multas por contravenir las prohibiciones. Pero ya estamos en ello. Ya estamos
en modo “alarma”. Todos en la trinchera y procurando que se nos vea lo menos
posible, no nos vaya a dar a nosotros el disparo enemigo.
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