Hace solo una semana, sábado 14,
estábamos cruzando media España en un Skoda Octavia alquilado intentando llegar
a Santiago antes de que el Gobierno decretara el aislamiento completo en casa.
O sea, llevamos una semanita de enclaustramiento y se empiezan a notar los
efectos deletéreos del encierro. Yo acabo de tener un buen encontronazo con mi
cerebro porque ha entrado en un estado de abulia que me está empezando a
preocupar.
Empezó a bajar el ritmo al final
del verano con motivo de la jubilación, pero se lo perdoné suponiendo que
también a él le había afectado la cosa esta de dejar el trabajo después de
tantos años. Aunque se podía pensar (y es lo que la gente acostumbra decir) que
lo que venía con la jubilación iba a ser mejor y más relajado que lo que había
vivido hasta ahora, siempre lo nuevo asusta un poco. Pensé para mí que bueno,
que también el cerebro estaba pasando por una crisis, pero que en cuanto se
adaptara a la nueva situación, también él volvería a su ritmo habitual. Creo
que en parte lo consiguió. Aunque achacoso (los años no pasan en balde para
nadie ni nada), lo vi coger cierto ritmo en los viajes que me tocó hacer a
Lisboa, a Coimbra, a Cuba o México. Se le notaba inquieto, más lento que de
costumbre, menos brillante, pero, de todas maneras, conseguía cumplir mal que
bien su función. En Cuba hasta llegó a emocionarme al ver que era capaz de
organizarlo todo para que el resto del organismo se pusiera las pilas y saliera
a andar a las 7 de cada mañana y con un sol ya intenso a esas horas. Le costaba
conseguirlo y tenía que pelearse a brazo partido con cada órgano del cuerpo,
pero, oye, al final lo conseguía.
Pero lo que ha debido destrozarlo
del todo es este encierro sobrevenido. Y ahora lo veo errante, sin energía,
dejando que el tiempo pase. En fin, desaparecido. Y claro, si el cerebro que es
el motor de todo el tinglado, no ejerce su liderazgo, todo lo demás se pone en
modo “fuera de servicio”. Y la consecuencia es nefasta: ni ando, ni leo, ni
estudio, ni avanzo en las cosas que inicio. Me he quedado en puro stand by a la espera de no sé estímulo,
o empujón o golpe que me haga reaccionar. Y solo estamos en la primera semana.
Si esto sigue así, el desbarajuste que se me viene encima puede llegar a ser
mayúsculo.
Así que he decidido tomar cartas
en el asunto y llamarle al orden. “Oye tío, esto no puede seguir así. Entiendo
que estés en crisis y un poco desbordado por los acontecimientos, pero tú no
eres así. Esta galbana que te ha entrado, este no tener ganas de nada, esto nos
va a matar”. Me ha mirado con una mirada extraña, no estoy seguro si queriendo expresar
su sorpresa o, simplemente, aceptando resignadamente que las cosas eran así
pero que él no podía hacer más. Esperé que dijera algo, que se excusara, que
prometiera que las cosas iban a cambiar, pero nada. No dijo nada. Se quedó callado
mirando al vacío. “Ves, le insistí, esto es lo que pasa, que no reaccionas, no
tienes energía, es como si renunciaras a plantar batalla a sea lo que sea lo
que te pasa”. Siguió en un silencio desesperante, pero no era de desafío, de
que quisiera llevarme la contraria o negar lo que le decía. Me dio la impresión
de que también él era muy consciente de cuál era la situación pero que se
sentía atrapado en ella, sin respuestas. Temí lo peor: “oye, amigo, no estarás
tú también contagiado del virus, no me jodas…”. Una sonrisita forzada pareció
negar esa posibilidad y él habló, no, qué va, esto ya viene de antes del virus,
de mucho antes. “¿Qué es ese ‘esto’?, le pregunté. Pues eso que me reprochas,
la desgana, la falta de energía, el vivir de las reservas. “¿Te duele algo, te
sientes mal?”, seguí preguntando. No es un dolor que se pueda localizar, me
dijo, es un malestar, una desazón genérica que se te mete dentro, como ese frío
húmedo gallego que se cuela en los huesos y te deja aterido. “¡Coño!, me salió
del alma, pues algo tenemos que hacer porque van pasando los días y eso no
puede seguir así”.
Sentí un poco de lástima, pero mi
queja siguió adelante. “Tío, esto no puede seguir así. Para qué quiero un
cerebro si no me sirve para movilizar todo el resto del cuerpo. Consumes mucha energía
que luego no me beneficia nada”. Ya, reconoció él, qué más quisiera yo que
poder estar a pleno rendimiento, pero están siendo muchos cambios y cambios muy
intensos y estoy perdido y un poco desfondado. A veces me he planteado, siguió
con su perorata, que quizás tenga que tocar fondo para desde ahí comenzar
nuevamente a resurgir, pero este vaivén constante de subidas y bajadas en la
zona baja del ánimo me está matando. “La cosa es, le recriminé, que es ahora
cuando más te necesitamos y tú no sales de tu marasmo; dependemos de ti y ahí
estás tú lloriqueando con tus propias incertidumbres. Esto tiene que cambiar”.
Ojalá, fue lo que dijo, como indicando
que también a él le gustaría.
Y ahí quedó la cosa. No tengo ni puñetera
idea de si mi cerebro va ser capaz de salir de su desidia ni qué va a proponer en
caso de que lo logre, pero la cosa no puede continuar así. Están pasando los
días y sigo aquí sin ánimo de nada, salvo pijaditas para entretener el tiempo y
dejar que un día suceda a otro día. Va a acabar esta cuarentena forzada, con la
cantidad de posibilidades que nos ofrecía, y nos va a encontrar con que no he
hecho nada de sustancia. Comencé el encierro pensando que lo aprovecharía para
escribir un libro que venía aplazando y ha pasado ya una semana en la que lo
único que he hecho ha sido ordenar algunos archivos del ordenador. Me deprime
solo pensarlo. Y mi puñetero cerebro ahí, viviendo de la sopa boba y dejando
que nos vayamos hundiendo poco a poco en la nada (tocar fondo, dice el cabrón).
Me está pasando lo que a Groucho Marx,
que he llegado a un momento en el que hasta mis debilidades son más fuertes que
yo.
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