Pues nada, se acabó la estancia
en Cuba. Ayer acabó el congreso y hoy sábado pensé que sería bueno dejarlo en
vacío para hacer alguna excursión. Luego sentí que me daba pereza meterme en un
autobús con otros turistas para ir a Varadero. Ir y volver en el día. ¡Ni
hablar! Al final, como sigo teniendo chofer a mi disposición, lo que más me
apetecía era volver a la Habana vieja y pasear un rato por allí. ¿Quién sabe si
volveré alguna vez más por estas tierras?
Y eso hice, pero con relax, a la
cubana. Quedé a las 10,30 con el chofer y me dejó en el centro mismo de la
Habana, en la Plaza de San Francisco. Le pedí que volviera a buscarme a las dos
de la tarde. Tampoco era cosa de exagerar con aquel sol infernal. Y comenzó el
callejeo. Me perdí a propósito por lo viejo (pero viejo viejo, tirando a cutre)
y comencé a dar vueltas por aquel entorno deslumbrante y deprimente a la vez. Es
tremenda la sensación de agobio que se siente en la Habana vieja al ver los
maravillosos edificios que uno va cruzando y que están en situación ruinosa,
sucia, invivible. Pero ellos viven allí. Me dio por pensar que a lo mejor están
así de mal por fuera pero que por dentro los tienen muy adecentados, pero no
daba esa impresión. Veías balcones abiertos y lo que se veía por dentro era
bastante similar a lo que había por fuera. ¡Qué pena, qué depresión! Supongo
que los arquitectos que paseen por allí deben correr serios riesgos de un
infarto.
Y sin embargo, algo se está
moviendo en Cuba. Desde luego nada que ver esta Habana que paseo hoy con la
que pude admirar hace 4 años y menos aún con la que recuerdo de hace 10. Ya hay
muchas restauraciones en marcha y están quedando edificios preciosos, que es lo
que se merecen ser. Pero ¿cuánto costará, en dinero y en tiempo, recuperar esta
hermosa ciudad? ¿20 años? No menos, desde luego. Estoy seguro que poco a poco
La Habana va a recuperar su viejo esplendor. Ojalá no pierda con ello su
encanto.
Algunas zonas ya las recordaba de
viajes anteriores y otras muchas se me hicieron nuevas. Incluso me encontré con una calle que se llama Compostela. Pasé junto a la Bodeguita
de En Medio pero había tal cola esperando que ni se me pasó por la cabeza
entrar. En cambio, pocos metros más adelante encontré una terracita con música
en vivo y allí me senté a disfrutar de mi última media hora habanera.
La música cubana es excitante al
máximo. Muy repetitiva pero contagiante.
Es difícil sustraerse al movimiento que excita. De hecho, varias mujeres
que había en otras mesas se salieron de la terraza y pidieron a algunos jóvenes
negros que estaban escuchando en la acera que bailaran con ellas. Parece que eso es
frecuente aquí. Y lo gracioso es que ellos aceptaban gustosos. Otra nórdica o
alemana, no sé, que estaba en otra mesa y que se debía morir de envidia fue a
preguntarles si había que pagarles a los chicos que bailaban por hacerlo. Por
supuesto, le dijeron que no. Lo pasé bien aquel rato con una cervecita y un sándwich en la mano.
Y así relajado me dio por pensar
en todo lo que había visto y sentido estos días en Cuba. El aquel contexto de
música callejera pero buena, lo primero que sientes es el gran culto al cuerpo
que sienten los cubanos. Seguramente es algo parecido a lo que se siente,
también, en otros países latinoamericanos: cómo disfrutan de su cuerpo, cómo lo
viven, cómo lo exhiben. No les importa mostrarlo, incluso personas a las que mostrar cómo son les resultaría
vergonzoso en otros contextos. No debe ser ajeno a esa presencia impactante del
cuerpo ni a la temperatura del ambiente, el erotismo que se respira en cada rincón
de La Habana. Se debe follar mucho en esta ciudad. Quizás por eso sonríen
tanto.
Y aunque los malos pensamientos
seguían ahí de fondo con su run run, también pude pensar en otras cosas. Los
tres días vividos aquí dieron para mucho. Y una de las cosas que no llego a
entender es cómo se puede combinar un nivel aceptable de educación (y de eso
hacen gala en Cuba desde hace muchos años) con la falta de libertad. Cómo han llegado
a ser compatibles aquí más educación con menos libertad. Lo que nos está
pasando en otros países es que a medida que aumenta la educación de la población,
ésta exige más, se hace más consciente de sus derechos, reclama más espacio
para tomar sus propias decisiones y poder organizar su vida de forma
independiente. Aquí, en cambio, se diría que el efecto de la educación no va en
esa dirección y, la verdad, no lo entiendo.
Lo que me ha parecido estos días es
que quizás esa contradicción la salvan los países de este tipo a través de una
fuerte insistencia tanto en la épica como en la lírica. La épica de reclamar el
espíritu revolucionario, los héroes patrios, los difíciles pero espectaculares avances
que la revolución ha proporcionado al pueblo, la valentía con que la nación se
ha defendido de los enemigos que la acechan. Y la lírica de los valores que
encarna su revolución, su sistema político, sus acciones colectivas en favor de
los más desfavorecidos (de casa y de fuera). Es esa lírica que tanto atrae a
personas y grupos progresistas. De verdad, el nivel de autoestima que se
manifiesta en todos los ámbitos (yo estoy asistiendo a un congreso de medicina
y es un magnífico ejemplo de eso) es envidiable. No sé si lo creen o es simple
fachada, pero creo que es necesario
creérselo para que todo eso compense la pérdida de libertad y la precariedad de
vida.
De todas maneras, no cabe duda de
que Cuba es un país con un nivel de resiliencia fantástico. La supervivencia
como cultura colectiva. Pese a lo mal que están (o parece), la gente que cruzas
por la calle se ve feliz, hablan en tonos alegres, están constantemente
bromeando entre ellos. No da la impresión de que vivan mal. Esa es otra cosa que te extraña. Quizás es
que una condición para la resiliencia es que reduzcas tus expectativas, que te
acomodes a una situación de supervivencia y que trates de disfrutar de lo que
tienes. Mi chofer me decía que ganaba 12 euros al mes. Me comentaron que muchos
médicos ganan en torno a los 20 euros. No es fácil vivir así, ni siquiera en
Cuba. Tienen mucho mérito, la verdad. Y
sin embargo, esta vez no vi ni un solo mendigo pidiendo por la calle. Incluso,
tampoco vi chicos o chicas dedicados a la prostitución callejera, un espectáculo
que deprimía tanto.
No sé, siempre me ha pasado una
cosa parecida: Cuba me genera sensaciones muy contradictorias. Por un lado me
encanta la gente, me encanta su música, me encanta la ciudad. Pero por otro,
salgo deprimido y prometiéndome que ya está bien, que no necesito volver.
Y sin embargo, he vuelto. Y
probablemente, si me invitan, volveré de nuevo. No sé muy bien por qué, pero
algo tiene Cuba que te atrapa.
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