¡Qué recuerdos! Esta mañana, el
tiempo libre (¡qué milagro!) me ha permitido dar un paseo por Madrid antes de
acudir a la cita que tenía para el medio día. Y se me ha ocurrido volver sobre
el terreno conocido de mis viejos territorios universitarios de Moncloa, desde
Cuatro Caminos a la zona de los Colegios Mayores.
¡Cuántos recuerdos! Y, también,
cuántos olvidos. Qué lejos queda todo aquel tiempo. Incluso siendo tiempos inolvidables,
incluso habiendo sido una etapa espectacular de nuestra vida, incluso siendo la
base directa de lo que ahora soy (allí me enamoré de la compañera de curso que
aún hoy, aunque parezca increíble dados los tiempos que corren, sigue siendo mi
esposa; de entonces son los mejores amigos que mantuvieron ese título hasta la
actualidad; allí se tejió buena parte del proyecto de vida que posteriormente
hemos ido desarrollando), qué lejos queda todo aquello. Y eso, que ni el
espacio ni los edificios son muy diferentes de lo que entonces eran.
Eran los años 1970-1973. Hace una
eternidad.
En Bravo Murillo, entre en el
Mercado Maravillas. En algún momento de aquellos años llegamos a vivir por
aquella zona. Recuerdo que, aunque cada día debía hacer uno la comida, era yo
quien mejor me las apañaba pues me tocaba repetir muchos días. No daba para
exquisiteces, por supuesto, así que echábamos mano de cosas baratas. De ese
mercado recuerdo que compraba un kilo de macarrones a 5 pesetas y con eso nos
llegaba a comer para todos. También alcachofas, que hoy se han convertido en
plato exquisito pero entonces estaban baratas y cundían mucho. Y las japutas.
Hoy estaba precioso el mercado.
En Cuatro Caminos eché mucho de
menos los cines de a duro, a donde íbamos con una cierta frecuencia. A sesión
continua, por supuesto, que no era cosa de despilfarrar. Bajando Reina Victoria
me crucé dos veces con el autobús F,
¡cuántos recuerdos, de ese autobús! Cuántos viajes hicimos en él. Llegando a
los Colegios está ahora el metro. Nosotros no tuvimos esa suerte. Nos teníamos
que conformar con el Circular que, si tenías paciencia, te enseñaba todo Madrid
(por algo era el circular).
Y luego, en La Avenida de la
Moncloa y Juan XXIII, los colegios mayores. Esos siguen igual, aunque ahora con
tantas vallas, tantas cámaras de vigilancia, se te hacen más reservados y un
poco amenazantes. Iba viendo los nombres y trataba de recuperarlos en el disco
duro de mis recuerdos. Del Berrospe no me acordaba casi nada salvo que sí, que
estaba allí en medio dela cuesta. Cuando llegué a los míos, la cosa ya fue
aclarándose y eso que la zona es la que más ha cambiado. El Pío XII, donde yo
residí dos cursos, cambió de edificio. Y el que fue suyo es ahora un edificio
de la Pontificia de Salamanca que ha extendido sus campus a Madrid. Y los
edificios que había enfrente han pasado a ser diversas facultades del CEU que
se ha ido adueñando de toda la zona. Me ha llamado la atención un edificio
enorme al otro lado en la rotonda al que da el Pío XII. Nunca me había fijado
en él en mis tiempos de estudiante y hete aquí que es un centro de secundaria.
Me parece imposible que tuviéramos un colegio público enfrente y nosotros ni
nos hubiéramos enterado con la cantidad de chavales que debía movilizar. Algún
recuerdo me viene de autobuses que llegaban con críos, pero nada claro.
Obviamente los mejores recuerdos
tienen que ver con mi propio colegio (hoy centro de la Univ. Pontificia de
Salamanca: se me hace imposible entender cómo han logrado pasar de una
estructura de habitaciones a otra de aulas o despachos) y su entorno: el salón
de actos donde hacíamos aquellos maratones de cine maravillosos (a veces hasta
treinta y pico horas viendo una película tras otra sin interrupción), el
edificio del León XIII, donde gente mayor que nosotros estudiaba periodismo y
sociología (tradicionalmente, los colegiales del PÍO XII debíamos hacer dos
carreras en simultáneo, una la que tú estuvieras haciendo y la otra o
periodismo o sociología; una pena que esa norma se hubiera ya relajado en mi
tiempo porque me hubiera encantado hacer cualquiera de esas dos carreras,
aunque en mi caso yo ya estaba haciendo dos carreras: psicología y pedagogía).
El paseo continuó por las grandes instituciones que rodeaban nuestro
colegio: la Escuela Diplomática, la Escuela de Organización Empresariales, etc.
Y los otros Colegios Mayores que
llenaban aquel espacio privilegiado de contactos y experiencias: el Jony
(quizás por no llamarlo por su nombre de San Juan Evangelista, demasiado
clerical para el tono laico y descreído del colegio), el Negro (que por primera
vez constaté que, efectivamente, era oscuro, aunque no creo que fuera por eso
que lo llamásemos negro), el Alcalá, el Jaime del Amo, que era mucho más pijo, etc.
Pero sobre todo, el Isabel de España con el que en mi grupo teníamos más
contacto. Allí residían nuestras mejores amigas, luego novias y ahora esposas;
bajo sus arcos aprendimos a besar en las despedidas y a esperar ansiosos la
llegada de nuestras chicas. Y luego más allá, el Mara, el Aquinas, el
Chaminade, etc. etc. donde se distribuían otra parte de nuestra pandilla. La
zona de los Colegios apenas ha cambiado, si exceptuamos la aparición en
aquellos contextos de la Facultad de Educación de la Complutense, el Rectorado
de la Politécnica y creo que también el de la Complutense. Pero, de todas
formas, sigue teniendo aquel sabor de los recuerdos imborrables.
¡Cuánta vida derrochamos en aquellos
lugares! ¡Cuántos proyectos construimos en aquellos pequeños paseos de un colegio
mayor al otro! Ya sé que es un canto a la nostalgia, una idealización (nuestros
agobios de entonces no debieron ser mucho menores de los que ahora nos
acechan). Pero, en fin, no quiero hacer arqueología afectiva. Solo decir que me
prestó ese baño de recuerdos. Baño que, de todas formas, enseguida se frustró
pues, como aún me quedaba algún tiempo, entre en una cafetería de la calle
Almansa (esa zona sí que ha cambiado desde entonces que eran puros campos y te
hace saltar del pasado al presente sin
escafandra de adaptación). Busqué una mesa junto a la ventana y fui a sentarme.
Debi cruzar por delante de una pareja. La chica se quedó mirándome fijamente,
tanto que no pude pasar sin más y le pregunté si nos conocíamos. No decía nada.
El señor que estaba con ella también me miraba pero no lograban ponerme nombre,
sois de la Facultad de Educación, les pregunté, y me dijeron que sí. Quizás me
conozcáis por eso, les dije y añadí mi nombre. El tipo me dijo que habíamos
coincidido hace unos meses en el Ministerio, pero en eso, ciertamente, se equivocaba.
Al final no supieron si me conocían o no. Más grave fue, que en el rato que
allí estuve vinieron otros muchos profesores y profesoras de la Facultad de
Educación (debían celebrar alguna despedida o algún evento especial). Y nada,
ni uno de ellos me reconoció, ni yo a ellos.
Ahí sí que se nota el paso del tiempo. No solo en que, obviamente, ahora
hay profesores jóvenes que yo no conocí, pero algunos de ellos no eran más
jóvenes que yo y tampoco a ellos los conocía. Falta de memoria, desde luego. Y
lejanía.
En fin, navegar por los recuerdos
es siempre muy agradable. Quien me había invitado a dar la conferencia, era un
antiguo profesor mío, el profesor Ibáñez Martín. Pues cuando me presentó como
uno de sus discípulos que había llegado a catedrático de universidad (él es de
los que aún dan mucha importancia a esas cosas) se atrevió a sacar la ficha que
conservaba de mi tiempo como estudiante con los apuntes que él había hecho
sobre mi trabajo en su asignatura. La foto era estupenda, yo era un crio lleno
de pelo en la cabeza y de ilusión en los ojos. Y las notas, afortunadamente,
eran buenas. Había sacado matrícula de honor en su materia. Otro chapuzón en
los recuerdos.
Luego la conferencia salió bien,
pero eso ya pertenece al presente.
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