Entonces fue cuando mi compañero
de mesa me dijo. Non
so come
si dice in spagnolo, ma sento invidia.
¿Cómo?, me extrañe. Sí, eso, envidia, me dijo. ¿Alguien ha pedido algo que te
apetecía mucho? ¡Ah, no, no tiene nada que ver con la comida! Es mucho más
estético y espiritual. Desde que entramos me llamó la atención la pareja que
está en esa otra mesa. Todo un manual de seducción. Yo no los veía pues me
quedaban a trasmano, pero me levanté, hice como que iba al lavabo y disimulé
que no los miraba mientras me recreaba en la escena. Un señor de mediana edad
(60?) y una chica de unos treinta y pico. Podía ser su hija, pero a la vista
estaba que no era esa su condición. Tampoco es que ella fuera muy llamativa ni
que hiciera nada por serlo ni por cómo vestía, ni por maquillaje, ni por el
tono de voz (de hecho yo ni había sentido su voz detrás de mí).
¿Qué has visto de especial?, le
pregunté cuando volví a mi asiento tras el paripé del viaje al baño. L’o detto,
un manuale di seduzione. Bueno es Italia, pensé, pero lo que le dije fue ¿y?,
ansioso de que me explicara. Al principio parecía una comida normal, comenzó.
Podrían ser dos compañeros de trabajo que han bajado juntos a comer antes de
iniciar el trabajo de la tarde. Pero poco a poco, al señor comenzaron a
brillarle más los ojos y comenzó a mover las manos y a acercarse a ella.
Primero eran toques suaves, como si fueran pequeños tropiezos que hubieran
ocurrido por casualidad. En zonas periféricas, por supuesto: las manos, los
brazos, los hombros. Poco a poco las trincheras fueron avanzado y lo toques,
suaves y cortos, fueron elevando la cota hasta llegar a la mejilla, luego la
cara, la cabeza; con la mano abierta, con la mano cerrada. El momento clave fue
cuando esos toques primero fortuitos (no lo creo) y luego bien intencionados
iban acompañados de miradas. Ella como distraída pero él con un brillo que daba
envidia. Ella al principio parecía neutra, no rechazaba los mimos pero tampoco
reaccionaba de forma clara a ellos. Poco a poco, en paralelo con el color de
sus mejillas (cada vez más coloradas) se fue metiendo en situación, pero sin
exagerar. Poco a poco entró en el juego, o eso le pareció a mi amigo, pero sin
enloquecer (aceptaba el toque de manos, le miraba cuando él la miraba,
comenzaba a haber esa complicidad
necesaria para que la cosa llegara a buen término).
Vaya, tuve que confesar, quien a
tener que sentir envidia soy yo. Envidia y un cierto cabreo porque ya he visto
que hemos estado hablando pero tu cabeza estaba en otro lado. No de veras, me
dijo, toda una lección de seducción.
Solo al rato me atrevía a mirar
de nuevo hacia ellos. Para entonces, la cosa parecía bastante avanzada. Ella ya
participaba activamente en el juego, se reía, le brillaban los ojos (o eso
parecía). A él se le veía seguro, bromeaba con el camarero, se reía, se sentía
bien. Detrás de ellos una fotografía de Pavarotti. Envidias aparte, nosotros
seguimos a lo nuestro, un capretto al
forno para compartir.
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