
Los viajes en los aviones, sobre
todo los de regreso, acaban siendo agotadores. Debe ser por el propio estado
psicológico en el que te encuentras: agotado de los días de trabajo, con esa
melancolía típica del final de las cosas (agobia el tener que empezar algo
nuevo pero también te desazona el concluirlas, un contrasentido muy típico de
lo emocional), y con esa duda existencial que suelen imponer los ritmos
impredecibles de los aviones. De todas formas, volver también tiene sus
encantos: vuelves a tu casa, a tu familia, a tu seguridad, a lo cotidiano. Y basta de rollo. La cosa es que, al menos
esta vez, tengo algo que contar del regreso de Italia.
De Urbino a Bolonia fue fácil.
Taxi a Pesaro (con un taxista comunicativo, habituado a hacer ese trayecto con
profesores universitarios: agradable) y de allí tren a Bolonia. Un calor infernal,
en Bolonia, pero como aún tenía unas horas me animé a dar un paseo por la
ciudad. Sobre todo por llegarme hasta le
due torri que me tienen abducido. Ellas y la librería Feltrinelli que está
a sus pies. Es un placer quedarse
extasiado mirando las torres e imaginando su historia. Y otro placer inmenso
perderse en la librería (lo que no deja de tener su mérito, que puedas perderte
en una librería). Yo no solo me perdí en la librería, sino que desde que tomé
la vía Zamboni, ya estuve perdido todo el tiempo. Eso me pasa por querer
explorar nuevos itinerarios. Convencido estaba yo de que, Zamboni adelante,
acabaría saliendo cerca de la Stazione
Centrale. ¡Y un huevo! Más andaba, más me iba alejando de mi destino. No sé
cómo hice, la verdad, pero se me hizo interminable el camino a la estación: dos
horas y pico andando bajo un sol tórrido. Varias preguntas a gente que me
mandaba ir en la dirección exactamente contraría a la que yo llevaba. Un
agobio.
Luego, el avión salió bien y el
viaje fue agradable. Me entretuve con un Pais semanal antiguo. De ahí lo de
“hemeroteca”, como título de esta entrada, porque se trataba de un Suplemento
de Diciembre del año pasado. Ya llovió, pero para los textos de ese número no
importaba mucho. Dos artículos me dejaron especialmente tocado.

El primero, el que escribe Rosa
Montero sobre la corrupción. Rosa escribe fantástico. Escribe como piensa, lo
que para mí es un mérito especialmente relevante. También yo lo intento, pero
claro, no compares… Fuimos compañeros en la Facultad de Psicología de la
Complutense en los inicios de los años 70, pero ya de entonces ella debía estar
vinculada a temas de periodismo. Lo mismo hubiera debido hacer yo, de haber
seguido la tradición de los estudiantes del Colegio Mayor Pío XII que nos
obligaba a hacer dos carreras, la que cada uno hubiera elegido y Periodismo o
Sociología. Yo, que ya había intentado estudiar periodismo en Pamplona pero no
logré superar el exagerado examen que entonces hacían con preguntas todas de
actualidad (presidentes de países, deportistas, guerras y procesos de
independencia y otras lindezas de las que entonces no tenía ni la más pajolera
idea), preferí combinar mis estudios de Psicología con los de Pedagogía (para
alcanzar por otra vía lo que siempre fue mi objetivo: la Psicopedagogía, que no
existía en España y sólo se podía estudiar en el PAS de Roma). En fin,
retornando al texto de Rosa Montero, me encantó lo que decía sobre la
corrupción y los corruptos. También yo me he preguntado muchas veces y lo hemos
hablado entre los amigos, por qué esa gente hace lo que hace. ¿Qué necesidad
tiene de enmierdarse por unos miles de euros? ¿Cómo lo piensan, cómo lo cuentan
en casa, cómo se autojustifican? Ella hipotetiza que es la sensación de
impunidad la que lleva a la gente a ir abusando cada vez más de su posición. Y
así, comenzando por pequeñas cosas, va poco a poco arriesgándose a lo mucho.
Seguramente es eso lo que pasa, sí. Claro que nosotros nos escandalizamos con
los que se llevan grandes cosas, los que cometen tropelías que llaman mucho la
atención. Y uno se queda tranquilo porque siente que él no hace esas cosas. Uno
mismo no roba miles de euros, no se queda con cantidades o regalos millonarios.
La cuestión es si no estamos todos, cada uno en el nivel en que se mueve, metidos
en el mismo lodazal que criticamos. Cada uno se hace con su propio discurso de
justificación pero, al final, no hay tanta diferencia. Sólo en la cantidad. No
es cuestión de apuntar a nadie, tampoco de hacer una confesión personal
pública, pero es tan tenue la línea entre lo correcto y lo incorrecto (sobre
todo si se analiza desde la perspectiva moral) que no pisarla o no cruzarla
resulta casi heroico y, a veces, incomprensible. Últimamente me voy dando
cuenta, además, de que aquellas personas que más critican ciertas cosas más
tienden a caer ellas mismas en lo que critican. Es como si quisieran darse a sí
mismas la sensación de que ellos o ellas no son así. Hace unos años me quedé de
una pieza cuando supe que la persona que cada semana jugaba conmigo al squash y
que había escrito varios artículos en la prensa contra la corrupción era
justamente la persona del maletín, quien iba reclamando a los constructores un
porcentaje de las obras que realizaban para entregarla (quien sabe si completa)
al partido gobernante. Con frecuencia oigo que critican a ciertos colegas por
sus relaciones extramatrimoniales (con palabras malsonantes, incluso) los
mismos a los que he conocido con amantes desde hace años. Claro que pocos
pueden robar millones y por eso los anatematizamos, pero probablemente, como
dice Rosa Montero, eso empieza poco a poco, “no es que de la noche a la mañana
vengan a intentar comprarte por un millón de euros; es que ya desde mucho antes
has debido ir haciendo tu pequeña carrera de delincuente. Por ejemplo,
recibiendo regalos de empresa demasiado costosos, favoreciendo en algún examen
o concurso al hijo de un amigo”. En fin, esa corrupción venial a la que damos
poca importancia cuando somos nosotros, pero nos lanzamos a degüello cuando es
ajena. Es una cosa casi más estética que ética, pero por ahí comienza todo. Y a
ver quién tira la primera piedra. (
(La imagen es de la Wikipedia y refleja las percepciones sobre la corrupción política en el mundo).
El otro texto magnífico de ese
número del PAIS semanal, era el de Javier Marías criticando la imagen que una
reciente encuesta daba de los adolescentes actuales. Marías se cura en salud
señalando que no suele creer en las encuestas (“casi siempre están mal hechas o
están sesgadas, por no decir que nacen amañadas”) pero que los resultados de
esta le dejaron abatido. Y es verdad. Hicieron la encuesta entre mil y pico
estudiantes de secundaria sobre las relaciones entre chicos y chicas. No dice
de dónde eran esos estudiantes, pero es probable que eso tampoco importe mucho.
Las respuestas, desde luego, alucinan. Reflejan una visión absolutamente
inmadura y retro de las relaciones: las chicas deben complacer a sus novios
(60% de respuestas) y los chicos proteger a sus chicas (90%); los celos son una
prueba de amor (65%); las chicas necesitan, para realizarse, del amor de un
hombre (el 44% de las chicas están de acuerdo) y, también ellas, piensan (un
52%) que los chicos son agresivos, mientras sólo un escaso 1,8% los ve como
tiernos (claro que ni uno solo de los chicos, un 0%,se atribuye a sí mismo esa
condición de tierno y comprensivo).
Quizás esas respuestas no respondan a la realidad y sólo sean una buena muestra
de los estereotipos con los que funcionan los chicos y chicas cuando responden
a una encuesta. Quizás hayan querido muchos de ellos jugar con sus respuestas,
o puede que la propia encuesta, al permitir solamente una respuesta haya
distorsionado los resultados. Pero la verdad es que no me figuro a mí mismo
respondiendo eso en mis tiempos de adolescente. Y tampoco creo que las chicas
con las que nosotros nos las tuvimos que ver, allá en los 60, dijeran esas cosas.
Aunque solo fuera por vergüenza torera. Y a quien se le ocurriera decir algo
parecido, bien podría recibir una leche por gilipollas. Pero es verdad que los
modelos de relación tardan mucho en cambiar. O cambian aceleradamente en unas
cosas y poco en otras. Cada vez que veo a una chica llevando la moto y al tío
detrás de paquete me dan ganas de aplaudirles; o a ella conduciendo el coche y
a él de copiloto. Pero no es fácil que el esquema clásico de ellos conduciendo
y ellas dejándose llevar se altere. Y
supongo que así será también en otras cosas. De todas formas, yo no me creo los
resultados de esa encuesta. O mucho se nos han torcido las cosas.
En fin, fue un viaje de regreso
muy entretenido. Y provechoso. Salí de Urbino a las 9 y media de la mañana y llegué
a casa a medianoche. Parece mentira que estemos en el siglo de las
comunicaciones rápidas. Llegué agotado, pero bueno, me dio tiempo a leer cosas
interesantes.
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