Una de las experiencias más
gratas de estos días en la ciudad de Rosario, Argentina, ha sido la visita a la Isla de los Inventos que el
Departamento de Cultura Municipal ha montado para disfrute de los niños y sus
familias.
Rosario se enorgullece de ser
una ciudad con una especial sensibilidad hacia los niños. Y creo que, en este
caso, es verdad. Cuenta con una trilogía de iniciativas muy interesantes: La granja de la infancia, El
jardín de los niños y La isla de los inventos. Son tres
lugares en distintas partes de la ciudad con posibilidades preciosas de
entretenimiento y aprendizaje para niños pero también para los adultos. De
hecho, yo lo pasé como un enano, y nunca mejor dicho.
En la granja
de la infancia hay animales (sobre
todos aquellos típicos de la fauna argentina) y las cosas y utensilios típicos
de una granja. Los niños ven y se relacionan con animales de todo tipo y
colaboran en su cuidado y en la realización de las tareas típicas de una
granja, incluida la de hacer pan casero. Cuenta además con laboratorio,
biblioteca y videoteca.
El jardín de los niños es una especie de parque temático dedicado a
dar rienda suelta a la imaginación y a la creación. Como reza su presentación, ofrece juegos,
aventuras, misterios, construcciones y poesía. Allí se encuentran el laberinto
de “montaña encantada”; la “máquina de volar” a la que te sujetan con arneses y
vuelas, la “máquina de trepar” como si fueras pirata; la “máquina de sonar”
para componer secuencias de sonidos-ruidos y algunas exposiciones interactivas
de artistas famosos.
Pero a la que yo asistí fue a la
Isla de los inventos, una antigua
estación ferroviaria en el centro mismo de la ciudad que se asemeja a nuestros
museos de la ciencia pero con una visión más amplia y dando cabida a muy
diversas formas de entretenimiento y aprendizaje. Cada periodo de tiempo van
cambiando las propuestas. En este momento, está el proyecto que, con ese
lenguaje sugerente de los argentinos, han denominado “Como cosa de tu corazón.
Motivos para jugar y no perder la costumbre”. Es entrar en el espacio y solo
tienes que dejarte llevar. Dejar que salga ese algo de niño/niña que a todos
nos queda dentro y permitirle que disfrute sin fijarse mucho en la cara que
ponen los que tienes al lado. No es fácil, pero esta vez lo logré. Quizás es
todo cuestión de un momento inicial. Si lo piensas ya no sale y te reviertes en
mero observador. Pero lo primero que vi fue una hamaca. Me apetecía tumbarme en
ella pero pensé que quizás era solo para niños y que haría el ridículo. Afortunamente,
hice caso omiso de la duda y me subí a ella. Seguramente hice, efectivamente el
ridículo, pero ya allí todo lo demás vino como la secuencia apropiada.
Claro que junto al niño, uno
también lleva al pedagogo y psicólogo
que cuando llegaron ya no se era tan niño, así que por lo general ellos solo te
dicen cosas serias y más de la cabeza. Pero en este caso se comportaron bien.
Probablemente porque desde que entraron en aquel lugar quedaron sorprendidos.
Muy gratamente sorprendidos. Y se dejaron llevar. ¡Lo que se lo agradezco!
De la hamaca pasé al depósito de
los miedos. Coges tu número y, cuando te
toca, vas a la mesa donde puedes depositar tus miedos. Es fantástico, ¿no? Tú
apuntas tus miedos y los dejas depositados. La cuestión está en que tienes que
identificarlos en el prospecto pertinente. No es lo mismo un temor que un
susto, o que un pavor o pánico o terror. Casa cosa tiene su procedimiento.
Luego has de señalar las razones o causantes (noche-oscuridad; altura;
tormentas o ruidos fuertes; monstruos, fantasmas u otras apariciones; el amor;
los insectos o bichos; los exámenes; la soledad). Está claro que en todas
partes cuecen habas y que también los adultos podemos dejar nuestros miedos.
Luego se especifica tu modo habitual de presentarse el miedo (escalofrío,
sobresalto, pesadilla, dolor de tripas, temblores, tartamudeos, parálisis u
otros a detallar) y la forma de reaccionar que tenemos (cerrar los ojos,
esconderse, salir, buscar compañía, buscar algo con que distraerse, revisar los
lugares –debajo de la cama, detrás de las cortinas- u otros a detallar. También
se ha de señalar la frecuencia (minutos, horas, días, meses, años); y si es
algo crónico. Luego te piden que señales si se lo has contado a alguien ese
miedo. Todo un trabajo analítico sobre tus miedos. Y por si esa trabajera no
fuera suficiente aún has de rellenar otro papel
para aclarar que dejas a tu miedo en buenas condiciones o estropeado y
de cualquier manera porque en ese caso no se hacen responsables. Tienes que decir
cómo se llama tu miedo, su antigüedad, su peso, su aroma (¡no es fantástico
esto de poner un aroma al miedo!), su tamaño y el lugar del cuerpo en el que ha
estado almacenado. Una vez concluido el depósito, ellos te dan un certificado
de haberlo depositado. Los niños se metían absolutamente en el papel y cuando
no entendían algo lo preguntaban y se iban felices con su certificado de
desprendimiento del miedo. Un compañero
nos contó que él había estado el día anterior. Antes de que le tocara el turno
coincidió con una niña que estaba preocupada
en la fila. “¿Vas a dejar tus miedos?”, le preguntó. “Sí, dijo ella, y
tú también los vas a dejar”, “Claro, le respondió él, ahora estoy pensado qué
miedos tengo”. “Yo ya sé mis miedos”, le dijo la pequeña. “¿Sí?, qué suerte”,
le dijo el profe. “Voy a poner el miedo a la oscuridad y a los exámenes”. “¡Qué
buena idea!”, le contestó. Y entonces le tocó el turno a ella. Se fue, le llevó
un tiempo rellenar el formulario, y al salir iba feliz. “”Ya los dejé, le dijo
al pasar, y ya como enterada del procedimiento le indicó: puedes poner varios”.
“Eso haré. Gracias”. También yo me encontré con una niña que hablaba con su
mamá tratando de concretar sus miedos y cuando le tocó el turno allí se fue con
ella a cumplimentar los papeles. Lo pasé de miedo en el diálogo con la monitora
sobre los ídem. Ella me fue aclarando con paciencia mis dudas. Aunque había
varios en la mesa escribiendo sus papeles (entre ellos la madre y la niña que
me precedieron cada una con sus propios miedos) ya se dio cuenta enseguida la
monitora que los míos eran más difíciles de definir (sobre todo porque había
algunos que escapaban a mi jerga española: julepe, cuiqui). Pero fue muy
amistosa y pude concluir la tarea. Puse que olía a quemado el miedo a la salud
y no estoy muy seguro que eso lo hiciera bien, pero ella lo dio por bueno y me
certificó el depósito. Oye, salí como más ágil y aliviado.
Después pasamos al “taller de
corazones” donde se trataba de recomponer corazones. “Lustramos y hacemos
brillar corazones deslucidos”, decía el cartel de entrada. Y “Este mes
corazones mirando al sur, descuentos especiales”. Y “Precios especiales para
perdedores del amor”, Podías hacer el proceso completo dando forma a un hierro
y soldándolo para armarlo internamente con alambres. Interesante pero sin la
emoción de los miedos. Fue curioso que una de las monitoras quizás porque le
sonaba la cara me dijo. “usted es Miguel Ángel Santos Guerra”. “no, le dije, no
soy ese Miguel Ángel, pero somos buenos amigos”. Y los que venían conmigo se
chivaron quién era yo. “Ah sí, dijo ella, yo le he leído mucho”. Estuvo bien
porque me trató con muchas atenciones el reto que estuve allí. Pero la pobre me
hablaba de cosas que no fui capaz de reconocer. Seguro que eran de Santos
Guerra.
Y así, a cada sitio que íbamos,
actividades originalísimas y preciosas. “El color de los recuerdos”, tenías que
buscar en un inmenso papel de objetos de todo tipo (desde una sartén a un
zapato, libros o discos, un berbiquí o una raqueta, una bota de vino o un
sostén, quizás hasta mil objetos). Tenías que contemplarlos y ver si alguno de
ellos te sugería un recuerdo hermoso de tu vida. Después había que buscarle un
color entre cintas de papel de todas las tonalidades. Escribías el recuerdo y
lo colgabas en otro inmenso panel de red para colocar las tiritas de papel.
Dabas ganas de pararse a mirar qué recuerdos había seleccionado la gente y con
qué colores los había relacionado. Espero que los organizadores lo hagan, será
un bonito estudio.
Muchos lugares con actividades
hermosas. Tumbarse en el suelo para ver las estrellas (“mar de fueguitos”);
descubrir nombres en los mapas dibujados en las paredes (“mapa del nombre”),
cambiar las figuras de un teatrillo
alterando sus componentes y posiciones (“teatrillo de comediantes”). Me encantó
la construcción de poemas con piezas rectangulares de madera que tenían una
frase escrita en cada lado. Me salieron poesías realmente hermosas. ¡Lástima no
haberlas escrito! Las “palabras giratorias” me pareció un juego fantástico para
fomentar la expresión oral, la construcción de mensajes que relacionaran las
palabras o frases que coincidieran en cada una de las tres ruedas cada una con
palabras o frases distintas. Por ejemplo, en la rueda central estaba la
consigna general (¿qué sucedió entre? Luego en la primera rueda una serie de
palabras y en la segunda rueda otra serie de palabras o expresiones. El
resultado podía ser: ¿qué sucedió entre
– las cosquillas –y la oscuridad? O ¿qué sucedió entre - las almohadas -y las mariposas? Había varias
de esas ruedas con cuestiones diferentes. ¿Por qué – el río – se asustó? ¿Qué
pasaría si los edificios comenzarán a – jugar? ¿Cuándo – los paraguas –
enloquecieron?
Y así, treinta o cuarenta actividades: la
construcción de ciudades, el taller de las pócimas, los verbos del nosotros, la
fabrica del papel, el taller de encuadernación; el taller de serigrafía y de
pintura en el agua.
Y
colgados del techo algunas frases para recordar siempre:
“¿Cuándo le cedimos la sabiduría al
conocimiento, cuándo el conocimiento a la información y, sobre todo, cuándo
dejamos que la información se convirtiera en puro ruido?
Porque empezaste a jugar dentro del
útero, porque entraste jugando a la cultura, al lenguaje, al movimiento…Porque
jugando supiste del tiempo y del espacio. Porque jugando fuiste amiga, grupo,
colectivo resplandeciente. Porque jugando aprendiste a amar, a razonar, a
imaginar y penetrar en todos los misterios. Por eso decile gracias al
juego y seguí jugando.
No se puede jugar a medias.
Si se juega se juega a fondo.
Para jugar hay que apasionarse.
Para apasionarse hay que salir del mundo de lo concreto. Salir del mundo
de lo concreto es incursionar en el mundo de la locura.
Sin meterse en la locura no hay creatividad.
Sin creatividad uno se burocratiza, se torna hombre concreto, repite
palabras de otro. Eduardo Pavlovsky
La infancia es una manera de estar en el
mundo, una lógica que no puede decirse ni verse en condiciones normales de
percepción sensible. Su función es penetrar en lo remoto, lo ausente, lo
oscuro, lo extraordinario.
En fin,
no sé cómo agradecer a los amigos y amigas argentinas esa tarde de disfrute
global: como el niño que fui (y que me resisto a dejar de ser; como el adulto
capaz de sorprenderse con la creatividad; como profesor que descubre el gran
poder educativo de recursos no escolares; como psicólogo y pedagogo que ve cómo
cosas sencillas pueden tener un gran valor educativo y lúdico. Y a todo ello he
de añadir que me liberé de algunos miedos que quedaron allí archivados para mejor
tiempo.
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