Estoy sobrevolando Brasil desde
hace un par de horas. Es curioso esto de las distancias, sobre todo en este
enorme país. Todo es enorme. Ya estábamos por encima de tierras brasileñas y
anunciaban los mapas del avión que faltaban casi tres mil kilómetros al
destino. Recuerdo una vez haber comprobado que desde que el avión despegaba de
Guarulhos hasta que cruzaba la ciudad de Sao Paulo t
ardamos casi 20 minutos. ¡20
minutos de avión para cruzar una ciudad! Impresiona pensarlo.
La cosa es que estaba viendo una película
italiana bastante insulsa, NINA, (ya sería la tercera de este viaje) y me han
entrado ganas de escribir. Hace días que no cuento nada en el blog y eso que
han sido días llenos de emociones (una de ellas este viaje) y se me va llenando
el depósito emotivo lo que no augura nada bueno. Al final, esa tensión estalla
a través de la depresión o las lágrimas. Una lata.
Salir de casa suele tener estas
cosas. Por un lado lo deseas ardientemente porque es movilizarte, visitar otros
países, volver a encontrarte con colegas de todas las partes del mundo, estar
en el candelero, sentir que te llaman, que valoran tus ideas, que te aplauden.
La vida cotidiana no tiene esas cosas, allí eres uno más y cada vez más
invisible. Salir es como una fiesta narcisista que engrasa las piezas de los
mecanismos interiores. La gente de universidad lo necesitamos mucho. Sacamos
fuerzas de este ir y venir. Los aeropuertos acaban formando parte de las
coreografías profesionales.
De todas formas, en el escaso
tiempo que tuve de espera en Barajas aún tuve tiempo para admirarme de mi
propia fortuna. Que viajen gentes de la industria, de la medicina, del arte, de
las ciencias, de la política, etc. hasta parece lógico. Pero que quienes nos
dedicamos a la Educación entremos en esta danza, sorprende. A mí, gratamente
desde, luego pero seguro que hay gente que piensa que es un despilfarro. Y la
verdad es que resulta muy costoso. Uno va uniendo viajes, hoteles y comidas a
los gastos de tu trabajo y la suma final resulta desmesurada. De hecho, nosotros
en España no podemos hacerlo. Es una suerte que los países emergentes crean aún
que la importancia de la educación merece esos dispendios. Con todo, no deja de
ser una fuente de preocupación para quienes viajamos. Tienes que pensar mucho
qué vas a decir para que les compense el esfuerzo.
Claro que a su esfuerzo económico
y de anfitriones no le va a la zaga nuestro propio esfuerzo personal. Tienes
que cambiar de horario, de ritmo de vida, de comidas. Pierdes muchos días, a
veces, para una conferencia en un congreso. Eso sí me parece un despilfarro. En
mi caso, este viaje tiene, además, la emoción añadida de ser mi primera salida
seria tras el síncope cardíaco. Así que voy un poco asustado y vigilando cada
sensación que se produce en el pecho. La verdad es que hasta ahora todo ha sido
muy tranquilo, pero no es fácil
despreocuparse. Es mi prueba de fuego. Espero no tener que poner en marcha el
Reveal y que todo vaya bien por ahí adentro.
….
Pues el viaje, lo que fue el
vuelo, salió bien. En hora. Pero como no hay alegría completa, luego tardamos
una hora y media en pasar la policía de inmigración. Esta fase de los viajes se está convirtiendo
cada vez más en una pesadilla. Parece mentira que no se cuide más ese aspecto.
Unas colas infinitas de pasajeros exhaustos del viaje y que ven que las colas
no avanzan, que hay muy pocos puestos de policía funcionando, que van
lentísimos. Un calvario.
Llovía en Sao Paulo. Esa lluvia
tropical intensa que lo inunda todo. Nuevas colas en las autopistas de entrada
en la ciudad. Otra hora y media de coche. Entre la lluvia, el caos de tráfico,
los inmensos atascos, un camión accidentado el periplo del taxi se hizo eterno.
Así que la llegada al hotel después de tanta peripecia, me pareció un milagro.
Pero ya estoy aquí.
Los primeros momentos son siempre
un tanto melodramáticos. Sólo en el hotel, con días por delante alejado de tu mundo,
empieza a subirte un hormigueo pantorrilla arriba. Es el inicio de la depresión
de llegada. Chungo. Suelo atacarla saliendo a pasear por el lugar para irme
adueñando un poco del nuevo espacio, pero esta vez estaba lloviendo mucho y eso
se hacía imposible. Se hacía necesario un plan B. Siendo Brasil, estaba claro:
una caipiriña. La niña que atendía la cafetería del hotel no parecía muy ducha
en esos menesteres pero se esmeró y, al final, quedó rica y estimulante.
Después me telefoneo un amigo malagueño que suele coincidir conmigo en estos
congresos y quedamos para cenar. Lo peor
del inicio estaba vencido.
Bienvenido a Sao Paulo.
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