Hoy es el día de las madres. En
este espacio temporal fragmentado que nos ha tocado vivir, vamos haciendo
pequeñas parcelas y clavando en ellas diferentes honomásticas. Ayer era el día
de la ciencia (y de alguna cosa más, pues ya no hay días para tantas cosas
sobre las que llamar la atención). Hoy es el día de las madres. Al menos en
nuestro país, pues tampoco suelen coincidir estas celebraciones en todas
partes.
Un día bonito y lleno de
emociones. Algunas madres se quejan de que dedicar un día a las madres es poca
cosa, que ellas son madres todo el año. En la queja típica sobre esta costumbre
de los días dedicados, pero eso, que se merecen más, ya lo sabemos todos. No creo que se trate de concentrar en un solo
día todo el agradecimiento que les debemos. Si fuera así tendrían toda la
razón. Un día es una miseria a la vista de la magnitud del débito. Hay que tomarse
la cosa más lúdicamente y aceptar que es un día para pensar en ellas, disfrutar
con ellas, hacerles un guiño de complicidad que les haga ver que no nos
olvidamos de la importancia que tienen en nuestra vida.
Muchas de ellas deberán hoy
desagregarse en la multiplicidad de papeles que en torno a la maternidad
desarrollan. Acabo de oír a un locutor de radio que decía que su mujer tendría
que celebrar hoy, en simultáneo, su papel de hija, de madre y de abuela. Esa
continuidad constituye una de las muchas complejidades que el día de hoy
encierra. Visto así, se diría que estamos celebrando la importancia de la
función social de la maternidad. Y probablemente ésa es la idea, pero yo creo
que no. No es la maternidad, como concepto, lo que celebramos. Son esas mujeres
concretas, con nombre y apellido, con sus cuerpos, con su personalidad, con su
forma de estar con nosotros las que están de fiesta. Cada madre es un mundo que
encierra formas muy particulares de vivir su papel. Cada una ha vivido su maternidad de una manera muy particular.
Es ese mérito suyo, personal e intransferible el que celebramos. Es lo que nos queda recordar y agradecer a
quienes hemos vivido por su trabajo y su personal empeño. Claro que forman una
categoría, la de las madres (como la de mujeres o esposas, si lo son) pero cada
una lo es a su manera. Y es eso, la manera, lo que las hace merecedoras de todo
nuestro agradecimiento y cariño.
La pejiguera de estos días es que
se mezcla todo, lo comercial con lo familiar, lo genérico con lo singular, el
espectáculo con la emoción íntima. Viernes y sábado han estado los comercios
abiertos hasta medianoche. Muchos de ellos habían puesto una alfombra roja
desde la calle al establecimiento. Homenaje a las madres decía por doquier,
pero de lo que se trataba era de una gran jornada comercial en la que las
madres se convertían en proclama para el consumo: hay que regalar algo a esa
mujer que tanto te ha querido y cuidado. No está mal, desde luego. Es bonito
ofrecerles un regalo, pero no deja de ser una pequeña perversión del sentido de
este día. Sobre todo si la cosa se queda en eso, el regalo. Aunque todo hay que
decirlo, hay muchas mamás que se pirran por el regalo, que lo cortés no quita
lo valiente.
En cualquier caso es un gran día.
Ser madre nunca ha sido fácil. Aunque en nuestros tiempos la maternidad no se
escogía, salvo que te fueras monja, pues era algo escrito en el distino de las
féminas; últimamente he conocido a
muchas chicas que no querían ser madres. Mayor que uno es, no podía dejar de
asombrarse de que hubiera mujeres sin el mínimo instinto maternal (o, al menos,
eso era lo que ellas decían). Otras en cambio, luchan durante años por poder
adoptar algún niño para consumar su deseo de maternidad superando los
obstáculos que la naturaleza o la vida les había impuesto. En cualquier caso,
cualquier modalidad de maternidad implica tal entrega personal que da lo mismo
cómo cada una haya llegado a ella. Al final, el despliegue de afectividad y
cuidados va a ser similar.
Una de las cosas que más emociona
al pensar en la propia madre es la cantidad de cosas que ella ha hecho por
nosotros y que nosotros no podemos recordar porque se escapa a nuestra memoria.
Lo hemos visto cuando nos ha tocado ser padres a nosotros y hemos experimentado
en propia carne lo que significa atender a tus hijos, sobre todo cuando son
pequeños. ¿De qué pequeña parte de todo lo que hemos hecho por nuestros hijos
se acordarán ellos de mayores? De casi nada, obviamente. Y eso nos debe pasar a
todos, agradecemos a nuestras madres lo que recordamos de ellas pero solo
podemos intuir por derivación la enorme cantidad de cosas que también hicieron
pero que no podemos recordar. Nuestra etapa de bebés, de críos que empezaban a
andar y a hablar, nuestra etapa de escolares, nuestra adolescencia… Han sido
tantas cosas, tanta vida, que resulta difícil imaginar lo mucho
que han estado a nuestro lado y lo
intensamente que han participado en nuestras vidas. Luego siguen siendo
madres igual, pero ya es distinto; te siguen acompañando pero su papel es más
secundario, igual de importante pero con otras funciones. Es en esos tiempos de
transiciones y cambios de unos y otros
cuando surgen los desencuentros y los conflictos. Una de las historias que
cuenta Marcela Serrano en su obra “10 mujeres”, comienza con la frase terrible
de “Odio a mi madre”. Luego resulta que la necesita tanto como odia. Esa mezcla
de quereres bipolares tan frecuentes en las relaciones humanas, sobre todo
cuando son intensas. En cualquier caso, nadie ha dicho que las madres sean
perfectas. Son madres y basta.
Y así llegamos a las etapas
avanzadas de la vida y ellas, las madres, siguen estando ahí, con papeles
cambiados: ahora son ellas las que necesitan de nuestros cuidados. Siguen
siendo importantes como ejes de articulación de las familias pero, pobres, ya
no están tanto para dar como para recibir. Pero incluso en esos momentos, ellas
siguen dando mucho: nos siguen reuniendo en torno a ellas a los hijos, siguen
manteniendo esa red de presencias y afectos entre todo el enorme tejido de
familias y familiares que se ha ido trenzando en la rama genealógica que ellas
iniciaron. A veces me pregunto, con no poca angustia, qué será de nosotros, sus
hijos ya mayores y nuestras familias, cuando ella nos falte. Si seremos capaces de mantenernos juntos, de
visitarnos. Ahora la tenemos a ella, la visitamos siempre que podemos, nos
reunimos en torno a ella, nos unimos en la preocupación por ella, celebramos
con ella sus aniversarios y los nuestros. Ella es el imán que nos une pese a
las diferencias que la vida haya podido ir estableciendo entre unos y otros
hermanos. ¿Cómo será nuestra relación sin esa fuerza centrípeta de la madre?
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