Recuperar las rutinas
dominicales, eso fue lo que hicimos este domingo. El viaje a Marruecos de la
semana pasada nos dejó buen sabor y muchos recuerdos que rumiar, pero
hay que seguir alimentando el día a día con otras satisfacciones. El cine, por
ejemplo.
Lo más apetecible de la cartelera
del domingo era la película de Christian Vincent, Les saveurs du Palais (los sabores de Palacio), que se ha traducido
al español como La cocinera del
Presidente. Como es fácil suponer, se trata de una nueva película de la
saga para gourmets a las que tan aficionado es el cine francés (como buen
reflejo de la importancia que la cultura francesa da a la buena comida).
La historia es sencilla y, según
cuentan, basada en la historia real de la cocinera privada que tuvo François
Miterrand durante su periodo presidencial en el Elíseo. No es una gran película,
doméstica y sin alardes (hace poco leí que el cine francés nos entretiene
durante 15 minutos sobre cómo comer un croissant porque no tiene dinero para
explosiones y efectos especiales como el americano). Pero es un lenguaje
cinematográfico amable y correcto, muy de nuestro gusto europeo (vamos, quiero
decir, del mío, porque para gustos están los colores). Catherine Frot hace muy
bien su papel de cocinera (primero con un look más de ama de casa rural que
cocina bien y poco a poco con ese tono chic, en la pose y en el lenguaje, de
los grandes maitres). Lo mismo sucede con Jean D’Ormesson que da cuerpo a un
presidente ya mayor y con un cierto estilo Spencer Tracy que no sé si acomoda
bien a la imagen que todos teníamos de Miterrand. Lo dibuja, además, como un
hombre un poco apocado y que se deja dominar por el entorno de sus contables y
jefes de servicio. Tampoco en eso creo que este presidente se parezca al
Miterrand luchador y líder. Sí le pega más lo de bon vivant y gran comedor de exquisiteces.
Lo interesante de estas películas
es esa conjunción de los sentidos que te permite disfrutar en diversos planos:
el guion, la fotografía, la sensualidad del personaje (la cocinera va poco a
poco adueñándose de su papel, embelleciéndose y cautivándonos con su
sensibilidad, su forma de moverse, de vestirse, de situarse ante los primeros
planos siempre con una sonrisa seductora), los sabores y olores que las
imágenes de los platos van recreando en nuestra memoria (fantástico a la vista
el repollo relleno; exquisita la tarta de Saint Honoré; de chuparse los dedos
aquellas costillas con foie…uhmmm). Pero por encima de todas las cosas, la
película es un canto a las trufas, manjar divino donde los haya (aquella tostada untada en
manteca de trufa que le ofrece al presidente es absolutamente tentadora; estoy
seguro que si la película llega a ser en 3D muchos habríamos estirado la mano
para cogerla y habríamos empezado a salivar intensamente).
Está visto que comer
es un placer que poco a poco vamos descubriendo todos. Y es también una cultura
(al principio de su estancia en el Elíseo, tras su primera propuesta de menú en
el que figuraban viandas como el salmón de Escocia y las zanahorias del Loira,
la cocinera dice “me gusta que las cosas sean de alguna parte”) y tradición (el
presidente le habla embelesado de un libro de recetas antiguas que él había
manejado de joven).
Después, como entre líneas, la película va dejando
caer otros mensajes interesantes: el monopolio de los hombres en las cocinas;
la controversia entre comida estándar y comida de autor, entre cocina
tradicional y moderna; las presiones del entorno del presidente y la dificultad
para mantenerse en él; la controversia entre el estrés palaciego y la
tranquilidad de la misión científica en la Antártida. En fin, la historia
central se adorna y completa con otras historias periféricas que no le aportan
mucho pero la hacen más agradable.
Y sales del cine con los sentidos
excitados y ganas de darte un banquete sibarita. Nosotros nos fuimos a una
pizzería. Son las contradicciones de la vida.
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