
El Viento es una película
argentina con un Federico Luppi soberbio. Dirigida por Eduardo Mignogna
(intentad pronunciarlo, ya veréis qué trabalenguas) se estrenó en el 2005. Como
suele suceder con frecuencia con las películas argentinas, la historia es mucho
mejor que la técnica. En este caso, el sonido era horrible y apenas se les
entendía a los actores. Una pesadilla. Tampoco se hizo un gran dispendio en
exteriores ni efectos especiales (casi mejor). La fotografía estuvo bien y de
la música ya ni me acuerdo. El guión y la estructura de la historia,
extraordinarios. Estoy enamorado del cine argentino, he de confesarlo.
La historia cuenta el viaje de un
ranchero a Buenos Aires para encontrarse con su nieta y tratar de reconstruir
unas relaciones que se habían roto hasta tal punto que ella (la nieta) ni
siquiera había ido al entierro de su madre que vivía con el abuelo. Él le
cuenta cómo murió su madre y poco a poco va haciéndole ver qué equivocada
estaba ella pensando que su madre (que la había tenido de soltera) no la
quería.
La película tiene ciertas
resonancias a la novela de Mark Levy, Las
cosas que no nos dijimos, llevada después al cine con el mismo título. Solo
que El viento, claro, está contada con esa capacidad de hacerte sentir cosas,
de mezclar lo intelectual con lo emocional (cosas del psicoanálisis, supongo)
que tiene el cine argentino. La nieta (Antonella Costa, que está fantástica)
tiene unas enormes ganas de reconstruir su identidad y conocer cómo fue su
pasado. Fue hija de soltera y no conoció a su padre. Toda su infancia quedó en
un estado bastante borroso. De hecho, creía que su madre no la quería y por
ello, en cuanto pudo, se marchó del pueblo a Buenos Aires a estudiar. Hizo
medicina y se quedó allí sin querer volver a saber nada de su familia rural.
Tiene un novio de medio pelo y un amante que es su jefe en el hospital. Y así
va sobreviviendo. Hasta que, de pronto, se entera de que su madre ha muerto.
Pero no va al entierro.
Ahí es cuando aparece por su casa
el abuelo. Como suele suceder en estos casos la primera fase del encuentro no
tiene buena pinta. Demasiado tiempo separados para que la convivencia resulte
fácil. Él le va contando poco a poco la muerte de su madre. Le deja que ella
saque toda la amargura que lleva dentro, su sentimiento de abandono por parte
de ella, de hija no deseada. La escucha y con esa aparente frialdad llena de
ternura va soltando carrete. Le habla de ella, le va dejando ver las cartas que
ella escribía cuando se quedó embarazada, cuando le hablaba de ella recién
nacida. Le cuenta la historia del embarazo. Poco a poco, como en una película
de intriga. Con esa lentitud del diván del psicoanalista que te permite ir
descubriendo hasta qué punto tus vivencias están distorsionadas. Y ella va queriendo
cada vez más a su madre, añorándola más, echándola de menos. Entre las cartas
que le trae el abuelo hay, incluso, una suya de cuando vino a Buenos Aires y
contaba a su madre cómo se sentía, cómo echaba de menos el pueblo, cómo sentía
la falta del viento.
Hermosa toda esa reconstrucción
de la figura de la madre, de ambiente cálido del pueblo, de su propia infancia.
Y mientras reconstruye su pasado va destruyendo su presente. Se intensifican
sus amoríos con el doctor casado y se diluye el deseo de su novio. Y así, sin
saberlo ella va repitiendo la vida de su madre. Como ella queda embarazada de
un casado que le deja claro que no se separará para hacer pareja con ella.
La historia importante llega
hasta ahí. Lo demás son fuegos artificiales de fin de fiesta. El abuelo
confiesa un delito antiguo y siente que debe pagar por él aunque nada tiene que
pagar tras tanto tiempo. Y su castigo es volver a la aldea. Y allí se irá la
nieta, a tener su propia hija que (posiblemente, aunque eso ya sucede fuera del
guión) se irá un día a Buenos Aires a estudiar. Sólo que ella, no tendrá un
abuelo que la rescate.
Linda historia, che!
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