miércoles, julio 24, 2024

MURIÓ VICENTE CERDEIRIÑA, CURA DE POIO.

 

 Y, al final, llegó el final.

Aunque la esperes, da lo mismo. La muerte de un ser querido duele, duele mucho. Ya llevábamos tiempo siendo conscientes de que su cuerpo iba desajustándose de manera progresiva. Su vida diaria se había instalado ya en ese calvario postrero de visitas reincidentes al hospital. Cuando no era una cosa era otra. Y cada vez con más sufrimiento y con menos esperanza. La última, de hace solo unas semanas, fue cruel, desesperante. Él no se quejaba, pero sus gestos, el rictus de dolor que cada poco se reflejaba en su cara, en sus “¡ay!” silenciosos, nos torturaban a todos.

Vicente ya llevaba tiempo despidiéndose. Era perfectamente consciente de que su batalla, desde que tuvo que volver a la diálisis, estaba perdida. Es difícil luchar en una batalla en la que no puedes ganar. Se trataba de resistir hasta donde se pudiera llegar, y tengo para mí que ya se había hecho a la idea de que ese punto final se aproximaba. Y lo aceptó sin excesiva desesperación. Al contrario, se relajó.  Tenía buenas razones para sentirse satisfecho del recorrido vital realizado y, con esa paz interior, se dedicó a vivir su último tiempo con tranquilidad. Se unió más a la familia (en los últimos meses nos hemos encontrado todos en múltiples ocasiones:  hace solo una semana recorrimos juntos la isla de Tambo y comimos todos en la playa) y a sus feligreses y amigos. Se le veía tranquilo, incluso bien. Eso les ha extrañado a muchos: “parecía que estaba bien, que había mejorado”; “estuvo con nosotros ayer que celebrábamos nuestras bodas de plata: bendijo nuestros anillos y comió con nosotros”, “pero si dijo ayer la misa de las 8 de la tarde y nos quedamos a hablar con él al finalizar”…  Pues sí, tras un día feliz, llegó la noche y allí se acabó todo. Bueno no, con Vicente no. Digamos más bien que allí se cerró el último capítulo de su temporada terrena y se inició un nuevo capítulo de esa otra vida en la que él creyó y a cuya defensa y propagación dedicó su vida.

El golpe de la noticia nos llegó a primera hora de la mañana. Como cada lunes, miércoles y viernes, él debía haber bajado a las 7 de la  mañana a la puerta del Monasterio para subirse a la ambulancia que lo llevaría a su sesión de diálisis, pero no bajó. Fueron a buscarlo a su habitación por si se había dormido, y allí estaba, pero muerto. Él estaba ya en paz y nos tocó a los demás iniciar nuestro calvario de desasosiego personal y trajín operativo.  Todo se te echa encima de golpe obligándote a alterar o aplazar tus propias urgencias personales y familiares.

Morirse es dar el pistoletazo de salida de un complicado proceso de toma de decisiones inmediatas: certificado de defunción, funeraria, velatorios, traslados, avisos a familiares, esquelas, horarios, entierro… Los religiosos del monasterio de Poio, donde Vicente se había refugiado desde que tuvo que reanudar la diálisis, ayudaron mucho en esos primeros momentos de marasmo familiar. Pero la familia hubo de ponerse en marcha enseguida y eso fue lo que hicimos, no sin titubeos e idas y venidas. Afortunadamente todo salió bien. Muy bien, de hecho. Como se merecía Vicente.

 Comenzamos con el velatorio en el Tanatorio.  Llegó mucha gente y les atendimos lo mejor que supimos. Hicimos una esquela sencilla como a él le hubiera gustado (“su familia, sus feligreses y los  muchos amigos y amigas que fue haciendo a lo largo de sus más de 50 años de párroco, ruegan una oración por su alma y su descanso eterno”). El velatorio continuó al día siguiente en su propia parroquia y allí mismo tuvo lugar el funeral de “corpore insepulto” que, en realidad, se convirtió en un masivo homenaje al cura párroco Cerdeiriña por parte del clero y de sus feligreses. Lo presidía el arzobispo de Santiago junto a otro obispo misionero (Monseñor Julio Parrilla) que conocía mucho a Vicente porque colaboraron en temas de pastoral familiar. Y con ellos, más de 50 sacerdotes de la diócesis. La iglesia abarrotada hasta la exageración. Y con un calor enorme, tanto que la funeraria tuvo que repartir abanicos porque no se resistía. Pero fue un acto hermoso. Hermoso en lo litúrgico, hermoso en lo social, hermoso en lo que tiene de reconocimiento agradecido a un sacerdote que los ha acompañado durante tantos años. Que algo así suceda en estos tiempos tan poco proclives a los temas religiosos, ayuda a entender y valorar lo que una persona sencilla como Vicente puede significar para su entorno. Los aplausos potentes, sinceros y alargados con que se despidió al féretro fueron la mejor expresión del  reconocimiento colectivo a su esfuerzo y su compromiso con todos.

 Con tantísima gente en la iglesia yo pensaba lo mucho que le hubiera gustado a Vicente verlo. No tanto por enorgullecerse, sino por apreciar ese legado intangible que él dejó. Muchas veces hablábamos de la falta de sacerdotes, de la merma de la religiosidad en la sociedad, del aumento de la media de edad de los curas y de quienes asistimos a los actos religiosos, etc. Él me había comentado alguna vez que quizás la hora de los sacerdotes, tal como la hemos concebido hasta ahora, estuviera acabando y que aparecerían otras formas de sacerdocio. Supongo que, pese a todo, ese proceso general de alejamiento de lo religioso le hacía sufrir, pero él siguió pacientemente con sus tareas cotidianas, asumiendo resignadamente su pequeñez. Por eso me hubiera gustado tanto que viera cómo estaba la iglesia y con qué cariño hacia él participaban en su despedida.

Los que se acercaban a saludarnos y darnos el pésame se deshacían en recuerdos. Cada quien tenía los suyos: hizo esto por mí, tuvimos mucha amistad, nos casó, bautizó a nuestros hijos, venía a nuestra casa, se interesó por mí cuando enfermé, recuerdo que me dijo… Cada quien repasaba en esos momentos episodios de su vida en los que Vicente había estado presente.  Es lo que tiene la muerte…que te lleva a un flashback amable de lo que fue esa persona contigo y para ti. Y yo me figuraba a toda aquella gente, sacerdotes y laicos, dando vueltas en su cabeza a lo que Vicente hizo con ellos o por ellos, lo que significó para ellos.

Eso era, justamente, lo que yo había hecho desde que llegó la noticia de su fallecimiento. Dar vueltas y más vueltas a la larga vida que hemos vivido juntos, a los muchos momentos y experiencias de todo color compartidas. Ya escribí sobre eso (https://angelsaigos.blogspot.com/2024/06/don-vicente_8.html ) y pude agradecerle su presencia como cuñado y como sacerdote durante todos estos años. Él nos casó en el 1974, nos recasó en las bodas de plata  de 1999 y ha vuelto a hacerlo hace un par de meses en las de oro. Con él hemos hecho este largo recorrido personal, familiar y religioso. En algunos momentos fuimos nosotros su apoyo y su paño de lágrimas; en otros muchos él lo fue para nosotros. Y en todos estos años, pero sobre todo en los últimos, él ha sido el eje en torno al cual nos hemos mantenido como familia Cerdeiriña. Si esto fuera una esquela antigua podríamos decir, sin faltar a la verdad, que ha sido un buen sacerdote, un buen hermano, un buen tío y, desde luego, un buen cuñado, que tampoco es fácil.

Sé, porque me lo dijo, que estaba feliz por haber podido celebrar con nosotros nuestras bodas de oro matrimoniales en el mismo lugar en que nos casó. Sé que le estaba gustando mucho mi libro “Leer la vida… a través de un blog”.  Cada vez que nos veíamos me iba contando hasta dónde había llegado. “Aquí hay mucha filosofía, me decía”. Le gustó y hasta me regaló alguna lagrimita cuando leyó el escrito que hice sobre él mientras lo acompañaba en el hospital Montecelo. Tampoco él era de muchas palabras y se comunicaba mejor escribiendo en esas máquinas antiguas que seguía utilizando.

En fin, querido cuñado, ya sabíamos todos, incluido tú, que esto se acababa.  Cada llamada que recibía Elvira me sobresaltaba, temiendo que nos dieran esa mala noticia que, desgraciadamente, llegó el lunes 22 a las 7 de la mañana. Se acabó tu pena y comenzó la nuestra. Tú estás donde querías estar y estarás celebrándolo con tus hermanas y tus padres. A nosotros no nos queda otra que chapotear en esas turbulencias de alegría y tristeza que suscita el haber perdido a un ser querido. Alegría porque dejaste de sufrir, porque la muerte te llegó sin sufrimientos añadidos, porque sabemos, y sabías tú, que cruzabas la frontera final con todos tus compromisos bien cumplidos. Y pena, mucha pena,  porque perdemos al tío Vicente, porque tú marcabas una parte importante de nuestras señas de identidad y valores como familia. Y porque en estos últimos años de diálisis y hospitales has sido un permanente ejemplo de resiliencia para todos nosotros.

Adiós, Vicente. Nadie sabe cómo son las muertes; supongo que muy desapacibles y angustiosas. Nos apena no haber estado a tu lado en ese tránsito final. Pero, ahora que ya pasó, debes saber que tanto los velatorios como el funeral y el entierro fueron una hermosa experiencia humana y religiosa. “Emotivo funeral en San Salvador de Poio en memoria de Vicente Cerdeiriña”, publica hoy el Diario de Pontevedra. Y así ha sido cada momento de esta despedida, una explosión de afectos y simbolismo. Te vistieron con una hermosa casulla blanca, todos los oficios se han hecho en gallego, te enterramos envuelta la caja en una bandera gallega y cantamos el himno gallego al acabar el sepelio. Moncho Valcarce con el que calculo ya te habrás reencontrado, estará encantado. Nosotros, pese al vacío que nos deja tu ausencia, también nos alegramos porque, al final, descanses en paz. Un gran abrazo, querido cuñado.

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