No se les ocurrió mejor cosa para
entrar en situación que anunciar en el desayuno una conferencia (una gracia mañanera, me imaginé) sobre la felicidad. Y lo que decían todos era que la daría yo, claro, el homenajeado. Una
iniciativa ingeniosa, pensé, muy acorde con el ambiente coñón y bromista en
el que suelen moverse nuestros encuentros. En su descarga (la de los
proponentes) debo confesar que ya habíamos jugado con ese tema en el pasado e,
incluso, llegué a pedirles ideas y referencias que poder utilizar en mi conferencia
para el acto académico del Honoris Causa de Porto Alegre. Pusieron carteles en
el comedor de la casa rural por donde todos habíamos de pasar necesariamente e
insistieron en resaltar la aconsejable presencia de todos/as en la sesión.
El día fue tranquilo e intenso a
la vez. Nos fuimos de excursión a la “Costa da Morte” y todo salió a las mil
maravillas (los detalles ya los conté en otra entrada). Regresamos hechos polvo al
anochecer y con ello creí que me libraba del sambenito de la conferencia.
Además, al poco de llegar me dí cuenta de que había perdido mi cartera en el
autobús que nos llevó a la excursión. Afortunadamente tenía el Tfno. del
conductor y hablé con él. Me confirmó que allí estaba la cartera caída. Quedó
en que me esperaría en Santiago (30 Kms. de distancia de donde estábamos) y
allí fui a toda leche, no sin antes haberme perdido en el monte por querer
utilizar un atajo. La cosa es que llegué a Santiago, encontré el microbús en el
lugar acordado y recuperé la cartera. Esta vez la cosa salió bien. Pero entre
unas cosas y otras cuando volví a la casa rural eran ya las 21:30. Yo solo
quería tumbarme en un sofá y descansar. Pero me estaban esperando.
Impidieron que yo entrara en la
sala donde estaban todos. Me pasaron a otra sala donde me vistieron de Nazareno
con birrete y, cuando alguien dio el visto bueno, entré en la sala acompañado de
Celia, a la sazón mi madrina académica, según pude saber al poco. Nos esperaban todos bien
colocados en una especie de salón de grados, de pie, vestidos de birrete de
graduación y cantando el gaudeamos igitur
(bueno ellos lo tatareaban, quien lo cantaba era una grabación). En fin, todo
el mundo muy metido en su papel. Me llevaron a la mesa cátedra y la madrina
hizo la presentación de la ceremonia. Yo seguía en shock y no me enteré mucho
de lo que decía pero parece ser que lo de la conferencia aún se había enredado
más (no se les puede dejar solos) y parece ser que pretendían que aquello fuera
un sucedáneo de un acto académico. En fin…de locos.
Tras el saludo todos se sentaron
(éramos 14) como oyentes atentos. Y ahí empezó la sesión. Parecía evidente que
no me libraba de la charla sobre la felicidad. Los primeros momentos fueron de
confusión (sobre todo mía) pues no sabía muy bien ni cómo comenzar ni qué
decir. Menos mal que tenemos un grupo ingenioso y enseguida surgieron los
alborotadores para darle un tono lúdico a la situación. Unos protestaban (“yo
no quiero estar en la primera fila”); otros exigían (“esto estaba anunciado
para hace una hora y aún no hemos comenzado”) y yo me asustaba mientras armaba
alguna estrategia para salir de aquella.
Como siempre se me ha dado mejor
escuchar que hablar, decidí escapar por ese vericueto. Y tras tomar prestada
una anécdota de Sabater sobre el silencio de los catedráticos, les dije que sí,
que hablaríamos sobre la felicidad pero que la conferencia iba a ser coral, es
decir, que la íbamos a dar entre todos. Me dí un beso en la mejilla a mí mismo
por la genial iniciativa (de algo tienen que servir tantos años dando clases y
conferencias) y me puse manos a la obra preguntando a cada uno de los
asistentes qué era la felicidad para él o ella. Algunos se zafaron del enredo,
otros echaron mano de ocurrencias lindas (“el chocolate”; “que pierda el
Barça”; “estar aquí”; “haber llegado hasta aquí”; “ciertos momentos”; “ciertos
lugares”; “ciertas músicas”…). Después hice lo mismo con la infelicidad y ahí
hubo ya un poco más de jaleo pues la gente se iba dando cuenta de la trampa de
hacerles hablar por no hablar yo mismo. Pero también para eso sirven las tablas
y, mal que bien, fui capeando esas críticas. Después pasamos a personalizar más
los discursos (“cuéntanos algún momento especialmente feliz para ti”) y ahí casi todos acudieron a
los tópicos (cuando me casé, cuando tuve a mis hijos, cuando superamos una
enfermedad), todos verdad, sin duda, pero fáciles de exponer. Seguir con los
momentos infelices individuales me pareció una agresión a la intimidad y ya no
seguimos por ese camino. Lo interesante fue que acabamos hablando de la
jubilación. Un 80% del grupo estaba ya jubilado así que podíamos abordar el
tema desde la experiencia de los jubilados y desde la ansiedad anticipatoria de
los que están aproximándose a ella. Fue muy interesante ese momento de la
catarsis colectiva. Todos hablaron y, seguramente, fue ese tema, más que el de
la felicidad, el que representaba las preocupaciones del grupo como colectivo y
de algunos de nosotros a nivel más individual.
En definitiva, una sesión que
comenzó a trancas y barrancas pero que poco a poco fue entrando en materia. No
solemos tener muchas dificultades para entrar en temas complejos y emocionales.
En algo se tiene que notar que provenimos del campo de la Psicología y que
varios miembros del grupo son psicoanalistas. Y los temas fueron saliendo al
estilo de cada cual, unos en plan serio, otros envueltos en papel de coña,
otros construidos con narrativas sociales o políticas, pero al final, creo que
cada quien se manifestó como era aunque tratara de pixelar de una forma u otra
su imagen.
¿Y qué decir de mí? Poco dije en
la reunión y, sin embargo, creo que todos se dieron cuenta de cuál era mi
situación en ese momento: alguien que se escuda en la conocida estrategia de
hacer hablar a los demás para no tener que hablar él mismo. Lo que hice fue
rentabilizar las competencias socráticas adquiridas en tanto años de docencia.
Puro instinto de conservación. Entre las arenas movedizas de la salud y las
amenazas latentes de la jubilación, mi cocktail anímico era difícil de
gestionar. No hubiera resistido la presión y acabaría agobiándome. En fin, hay
batallas que solo se pueden afrontar huyendo. Y esta vez salió bien, o no salió
mal. Pero lo grupos tienen eso, entre bromas y veras se va configurando un
contexto coral que quieras o no, por cauces directos o por vericuetos imprevisibles,
acaba yendo al núcleo de la cuestión. Así que, al final, tampoco tuve claro si
yo había manejado al grupo o fue el grupo el que acabó atrapándome y llevando la
discusión al tema de la jubilación.
Pero estuvo bien. Es un grupo
complejo y polícromo, pero con unos cimientos bien profundos (50 años llevamos
juntos) y firmes. Además, cuenta con la argamasa de la solidaridad y del cariño
mutuo, que va aumentando con la edad (nos vamos viendo más débiles y eso hace
que sintamos más necesidad y aprecio por dar y recibir apoyo de los otros).
Vamos, una cosa rara y, por eso, bien valiosa.
Algunos ya lo dijeron en la reunión: también eso es la felicidad.
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