Acabar un viaje puede tener
resonancias penosas si lo que viene después no compensa lo que pierdes. Pero
resulta muy gratificante se tras ese final llegas a tu casa, a tu zona de
confort habitual. Acabar una relación tiene que ser muy frustrante salvo, claro,
que tengas otra mejor a la espera. Siempre me ha llamado mucho la atención cómo
algunas personas acaban su relación con la pareja del momento y no se les
conmueve nada. Incluso cuando todo hacía parecer que la relación estaba sana y
ellos disfrutaban de ella. Y no hablo solo de relaciones de pareja, sino de
amigos, de gente que trabaja junta, de gente que se dice próxima a otras
personas. Es un acabar indoloro, tajante, definitivo. Se diría que viven
relaciones dicotómicas: es sí o es no, sin esos vericuetos intermedios en los
que juega la seducción, la inseguridad, el deseo, la amistad, el cariño y la
compañía.
Pero, en fin, yo no iba a eso, sino
a las sensaciones complejas que dejan las cosas que se acaban. Y se acaban de
plano, es decir, que aparece en el horizonte uno de esos monstruos comecocos
(en el sentido más literal del término comecocos) que me aterran: el “nunca más”.
Pues eso, ya “nunca más” serás, harás, podrás…
También me asusta (otro comecocos) el “siempre”: esto es para siempre
(un dolor, una medicina, una actividad, una ausencia, etc.).
Y todo eso tiene que ver con que
esta semana que hoy concluye, ha concluido, también, mi fase de profesor de
grado. El miércoles pasado di mi última clase para estudiantes de grado. Aún me
quedan algunas de máster para el segundo cuatrimestre, pero ya no seré “nunca”
más profesor de estudiantes de grado. Nunca más, ahí está. Y es una sensación
extraña. Llevo 44 años siendo profesor, disfrutando con ello, construyendo mi identidad
desde el trabajo como profesor, tratando de hacerlo lo mejor posible… y se
acaba.
La gente me dice que más que
verlo como un final, lo vea como un inicio; el inicio de algo que me dejará más
tiempo para hacer las cosas que me gusten. Sí, es lo mismo que yo he dicho
siempre a los que pasaban por esta situación. Pero cuando te toca a ti, es
diferente. No es una cuestión racional, ni sindical, ni siquiera profesional.
Es salir de un espacio de certidumbre a uno de incertidumbre, de algo que te
vincula al pasado de juventud y madurez (algo que has venido haciendo durante
prácticamente toda tu vida en las etapas mejores) a algo que te vincula a lo
que vendrá en la etapa final de la vida, la más sufrida e incierta. Disponer de
más tiempo y menos obligaciones para hacer lo que te gusta, está bien, pero, en
cualquier caso, a mí me gustaba mucho lo que hacía. Es verdad que cada vez te
cuesta más madrugar, tropezarte cada día con chicos y chicas que siempre tienen
20 años mientras tú vas incrementando los tuyos año tras año, llevar al día
todo el tinglado que supone avanzar en el curso, recordar los nombres de tus
estudiantes, abordar la evaluación sin sufrimiento, etc. pero todo eso forma
parte del oficio y lo afrontas con paciencia y resolución. En parte es lo que
te mantiene vivo y diligente. Por eso mismo, perderlo para siempre, es
agobiante. Es como entrar con tu coche en una zona de niebla espesa en la que
no sabes con qué te vas a encontrar ni cuánto va a durar esa incertidumbre.
En fin, estoy un poco deprimido,
ya se ve. A lo mejor descubro que este final es como un regalo de los Reyes
Magos que me abre a una nueva adolescencia y a ganas renovadas de empezar con
otros proyectos. ¡Ojalá! Y si lo que viene después es el duelo, la
desmotivación, la abulia, pues ya lo notarán en el blog. Porque lo que este
final sí va a significar es que podré dedicarle un poco más de atención al
blog. Ya es algo.
también, que no todos vivimos de la misma manera el final de algo. Y, claro, buena parte de la dureza del final depende de qué sea lo que acaba. Y de qué viene después.
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