Triste, apesadumbrado, ido,
silencioso, solitario, espeso, tontorrón. Así te deja el bajón. Hecho una
mierda. Extraño y extrañado de ti mismo. Es como si no te reconocieras en ese
vacío interior, en esa falta de energía. Claro que, en este caso (hay bajones
de muchos tipos), la causa es, justamente, el vacío que te deja la muerte de tu
madre. Pero un bajón, ¡por dios!, es casi humillante. Ni siquiera llega a
depresión, que ya sería algo más reconocible, más serio. Podrías pedir una
baja, tomarías alguna pastilla, podrías mirar en Internet qué se hace en esos
casos. Pero un bajón…
Afortunadamente, lo que no siento
es remordimiento o culpabilidad. Al contrario, me parece que todos hemos hecho
lo que había que hacer, lo que estuvo en nuestras manos. En el caso de algunos
hermanos y sobrinos, la entrega fue, incluso, mucho más allá de lo que les
correspondía. Y ella fue siempre
consciente de ello. Y nos lo agradecía constantemente. En el fondo, no
tendríamos que entristecernos por su muerte. La muerte llegó cuando llegó y
estuvo bien que llegara. Ella no se merecía seguir sufriendo más. Su organismo
y sus fuerzas habían llegado al límite. Poder descansar, al fin, fue bueno para
ella. Así que no creo que la causa del bajón sea su muerte sino su ausencia.
Ese vacío. Dicen que cuando te cortan una pierna, tú sigues sintiéndola, te
sigue doliendo, sientes una presencia ausente del miembro amputado. Algo de eso
debe ser. Te falta algo, algo que era una referencia para ti. Y eso te
desorienta. Es el bajón.
No coges el teléfono porque no te
apetece escuchar pésames y tener que dar explicaciones. No vas a la Facultad
por la misma razón: abrazos, saludos compasivos, frases hechas, miradas tristes.
Te sientas en el sofá, miras al vacío, escuchas la eterna moción de censura
(enterita, de veras, ¡día y medio completo!), escribes cuatro líneas como éstas
y, a cada poco, te pones en trance en estado zen como si te hubieras chutado un
relajante caducado.
En un pico de autoconciencia me
planteé que debía hacer algo. Y en plan científico me fui a la wikipedia para
ver qué se hace en los bajones. Las soluciones sugeridas no es que vayan muy
allá pero no carecen de sentido común.
Lo primero que tengo que
reconocer es que esta comedura de coco que me traigo yo no es sana. El primer
objetivo no es la cabeza sino el cuerpo: respirar hondo, identificar las partes
adormecidas, hacer algo de ejercicio, comer bien (aunque no mucho, ni cebarse
de chocolate o queso o dulces), dormir lo suficiente (¡quién pudiera!). En fin,
no hay forma de tener una cabeza ordenada salvo en un cuerpo medianamente
satisfecho y activo. Eso lo he podido experimentar muy bien estos días. Lo que
pasa es que es fácil decirlo pero mucho menos ponerlo en práctica.
Y después del cuerpo, ahora sí,
la cabeza. Empezando por cosas sencillas, por ejemplo, escuchar música (eso me
gusta mucho: ayer le tocó a la bossa nova que es relajante y, a la vez, la dulzura
brasileña parece que te masajea). También se sugiere desahogarte con alguien
(eso no es fácil para los que somos retraídos, pero tengo la suerte de contar
con buenos amigos que te provocan y hasta consiguen sacarte con sacacorchos
algunas confesiones) y pensar en otras personas pensando en qué puedes
ayudarlas (esto es fácil, mis estudiantes están esperando sus exámenes de
recuperación o terminando sus trabajos de fin de carrera: ya se encargan ellos
de que tenga que ponerme en su lugar y ayudarlos en todo lo que pueda). Una
cosa interesante es no abordar temas complejos y evitar las discusiones (buen
consejo, porque o pasas del tema o enseguida te irritas, seguramente por
sobrecarga de tensión en las pocas neuronas que trabajan).
Y hay dos cosas especiales que
pueden ser muy interesantes. La primera es el consejo de “comprarse un capricho”
(no es que a mí me diga mucho, pero seguro que a otros sí). La otra sugiere “llorar
todo lo que se pueda”. Esta está bien. Tampoco es que se pueda mucho, pero sí
que ayuda.
Bueno, pues a ver qué pasa. Son
consejos buenistas pero, chico, algo hay que hacer. ¡Aúpa!
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