“Avisa cuando lleguéis, así me
quedo tranquila”. Esa solía ser tu despedida antes de emprender los viajes de
regreso a casa. Y eso hacía yo. Pero cuando ayer regresé, de vuelta de tu
entierro y funeral, ya no tuve a quien avisar. Y esa fue como la primera
constatación de que algo importante había cambiado para siempre. Tu presencia
vigilante, el saber que siempre estabas ahí, aunque fuera más para cuidarte que
para que nos cuidaras. No era tanto lo que hicieras por nosotros, sino lo que
eras para nosotros. Eso es lo que hemos perdido, lo que duele.
¡Qué duros han sido, mamá, estos
últimos meses! Tú misma lo veías. “¡Quién te ha visto y quién te ve, Salomé!”,
solías decir, como plantando cara al deterioro que notabas. Casi un año
luchando con la retención de líquido en las piernas y contra aquellos orificios
minúsculos por los que buscaba salida. Y cuando parecía que aquello se había
superado apareció la maldita infección del dedo gordo del pie. Ese dedo que fue
tu talón de Aquiles. Una infección traicionera que nos engañó porque parecía
algo sencillo. Pero se complicó con tus problemas tradicionales de circulación
y se enquistó ahí haciéndote sufrir lo indecible. Cuántos ayes, cuántas noches
en vela, cuántas curas, cuánta desesperación. Parece mentira cómo las cosas
simples (una visita habitual al podólogo para que te arregle las uñas, una
insignificante heridita al levantar una esquina de la uña que se incrustaba en
la carne, una infección de las que has tenido cientos de veces y a la que le
pones un poco de mercromina esperando que eso sea suficiente), acaban
convirtiéndose en algo irreparable. Y entonces llegó la primera visita al
hospital, total para nada. O quizás sí:
para darnos cuenta de que lo que parecía simple, no lo era. Y tu primera
desorientación al regresar a casa. Y de nuevo, las noches agónicas y los días
inciertos. Y las crisis. Y más hospitalizaciones, para nada. O quizás sí: para
comprobar que la medicina es limitada; que el problema, en realidad, no era el
dedo sino el conjunto de tu organismo; que no te gustan los hospitales, que
preferías aceptar la situación y sus consecuencias antes que iniciar el
calvario de intervenciones médicas con pocas esperanzas.
Afortunadamente, estos valles
profundos de dolor iban salteados de picos de lucidez y disfrute en los que aún
cabía el chinchón, las conversaciones, las comidas, el estar juntos. Tu cabeza
funcionó muy bien hasta el final. En los buenos momentos seguías siendo la Salo
de siempre, la que lo controlaba todo, la que daba órdenes, la que se quejaba,
la que decía cosas cariñosas y se reía. Esa presencia activa nos ayudaba a
soportar las ausencias y los momentos de dolor. Pero los valores e intensidades
de lo bueno y lo malo se fueron desequilibrando a medida que pasaban los días.
Verte sufrir se hizo insufrible. Queríamos engañarnos y pensar que se había
controlado el dolor, que los riñones podían seguir funcionando, que el riego
vascular mejoraría, pero la realidad se fue haciendo terca y tus fuerzas fueron
menguando. Y eso que, acostumbrada a resistir, a cada poco volvías a revivir
como un ave fénix. Quienes estaban a tu lado hacían milagros: que te
levantaras, que pasearas, que comieras con gusto, que aceptaras las servidumbres
de una higiene con ayuda. En fin, tú ya lo sabes, pero has tenido unos
cuidadores de lujo. Y en ese juego de noches malas junto a días regulares con
algunos momentos felices; de comidas con gotitas junto a pastillas y rescates; de
presencia de familiares y amigos junto a atenciones médicas (también has
tenido, mamá, tú ya lo sabes, una atención médica fantástica: es increíble lo
amables y serviciales que han sido las profesionales que te han atendido cada
día; y jamás he visto yo una relación tan preciosa como la de Eduardo, tu
enfermero, contigo. Dentro de unas semanas tengo que dar una conferencia en un
Congreso médico en Madrid donde se va a hablar de la formación médica centrada
en el paciente. Voy a poner de ejemplo quienes te han atendido a ti porque, la
verdad, me he quedado maravillado). En ese maremágnum de pequeños rituales
cotidianos han ido transcurriendo estas últimas semanas hasta que llegó el
final. El jueves, día 8 de Junio a las 5 de la tarde. Nos habíamos despedido a
las 3 y media para ir a echar una siesta al hotel. A las 5 menos 5 escribió
Santi el mensaje de “ven pronto, está acabando”, pero ya no llegué. A la 5 y
cuarto (ya ves que los minutos quedan grabados) te di mi abrazo de despedida.
Espero que tu alma aún estuviera por allí cerquita, sobrevolando la escena,
como cuentan que sucede al morir. Luego vinieron los consabidos trámites
postmortem, gran parte de los cuales ya los habías dejado tú resueltos.
Acomodamos los ritmos para que Rafa pudiera llegar y ya todo siguió el plan
trazado: emoción contenida (a veces no, porque era imposible) en el tanatorio;
entierro el sábado por la mañana (con el dramatismo añadido de tener a la vista
la tumba de papá y ese trajín doloroso y simbólico de los procedimientos de
albañilería para sellar la tumba) y funeral por la tarde noche.
Luis Mateo, un novelista autor de
“Vicisitudes”, escribía que “hay días que son toda una vida”. Uno de esos días
fue el jueves 8 de junio (y el 9 en el tanatorio). Unos días en los que,
quieras o no, situado ante tu madre muerta, pasa ante ti toda una vida. En mi
caso, 68 años de vida que recorres a toda prisa como en esas grabaciones en las
que aumentas la velocidad. Allí estaba ella en mi primera infancia en Pamplona
de donde tengo pocos recuerdos, solo el colegio de monjas al que comencé a ir
con 3 años. Con ella me fui con 5 años a Larrasoaña donde sí que recuerdo cosas
(que casi me mata un autobús cuando salí corriendo de casa a la carretera que
pasaba por delante; que mi padre fue a amenazar al maestro, -supongo que
después de cascarme a mí porque algo habría hecho-, porque me había dado un
bofetón brutal en la cara; que casi lo desnuco al pobre porque no se había dado
cuenta de que yo había cogido la silla en la que pensaba sentarse; que
recorría, creo que diariamente, la distancia de mi casa a Irure, 600ms, para
traer la leche; en fin, muchas cosas). De Larrasoaña a Saigós, un pueblico de 8
casas, donde transcurrió la parte importante de mi infancia. Como nuestro padre
trabajaba de sol a sol, nuestra madre fue, en ese tiempo y lugar, la piedra
básica de nuestra vida: ella nos llamaba desde la ventana cuando era la hora de
comer o cuando teníamos que hacer algún recado; ella nos vigilaba desde la
ventana cuando teníamos que ir andando por la carretera nacional (hoy parece
inconcebible algo así) el kilómetro y pico que separaba nuestra casa de nuestra
escuela en Zubiri; ella, sin lavadora ni lavavajillas, tenía que ir al río a
lavar la ropa (que como era ropa de quita y pon, supongo que todos los días);
ella tenía que hacer la comida para todos y cuidar los animales que teníamos en
la cuadra de la planta baja (un cerdo, gallinas y conejos). Poco a poco pudimos
ayudarla los hijos mayores, pero ella fue la que se tragó el marrón durante
aquellos años, una etapa dura y llena de épica en su vida pero que ella
recordaba con cariño y orgullo.
Mi infancia acabó allí con 11
años, porque de allí salí para el internado de los pasionistas primero en
Gaviria, Guipúzcoa, después en Euba, Vizcaya para hacer el bachillerato, y de
allí a Angosto, Álava y, finalmente a Ormaiztegui, Guipúzcoa. Regresaba a casa
solamente en vacaciones de verano. Fue un interludio de 8 años en que mamá era
una presencia más imaginada que real. Muchos compañeros no pudieron soportar
tanta ausencia e iban dejando los estudios para volver a casa. Yo resistí, no
sé muy bien cómo o por qué. Seguramente, el ser el mayor de los hermanos había
supuesto para mí una mayor versatilidad (no servía mucho para ayudar en casa,
tarea ésa reservada a mi hermana que venía tras de mí; no teníamos campos ni muchos
animales que cuidar; y había muchos hermanos pequeños a los que alimentar) por
lo que me había tocado pasar largas temporadas en casa de la abuela en Los
Arcos, supongo que coincidiendo con el nacimiento de los hermanos que venían
detrás. El caso es que fueron 8 años intensos de estudio que me hicieron más
fuerte y autosuficiente. Regresé a casa con 18 años, el Preu superado y dispuesto a hacer lo que
hubiera que hacer. Mi familia ya había transitado por Zubiri y estaba a punto
de trasladarse a Tafalla. Y allí fui con ellos. En menos de una semana ya
estaba trabajando en un bar y en menos de un mes ya había comenzado a recibir
clases particulares de contabilidad (perito mercantil, creo que se llamaba
entonces) con vistas a colocarme lo antes posible en alguna oficina. No fue así
porque mi profe particular se quedó sorprendido por mi capacidad y les dijo a
mis padres que era una pena que no siguiera estudiando una carrera. Y eso fue
lo que pasó. Era noviembre, ya había comenzado el curso dos meses antes, pero
me planté ante el decano de Filosofía y Letras de Zaragoza pidiéndolo que me
admitiera como alumno libre en la Facultad. Le pareció bien y allí me fui con
una beca. Mamá echó mano de su prima monja en Zaragoza, me buscaron un piso y
comenzó mi etapa de universitario. Zaragoza primero (comunes) y, después,
Madrid (psicología y pedagogía). Mi vida profesional se inició con el trabajo
con menores inadaptados con los que formé un Hogar Promesa. Después vino la
boda, los hijos, la docencia en la universidad. Traslado de la familia y el
trabajo a Galicia y todos estos años de historia ordinaria.
En síntesis, 11 años de vida con
mi madre y 57 años de vida bajo su tutela. Porque ella siempre ha estado ahí. A
veces de forma directa y llevando el mando; siempre de forma indirecta pero
tangible, en permanente disponibilidad hasta que la edad y las fuerzas la
hicieron recluirse en sus cuarteles de invierno de Remiro de Goñi. Estuvo,
sobre todo, en los momentos felices (como la boda) y, también, en los difíciles
(el accidente y posterior cuidado en el hospital y en casa de María y Elvira:
ella le llevaba a escondidas a Elvira su comida rica al hospital, ella
soportaba los cambios de carácter de María convaleciente). He tenido la inmensa
suerte de que mis padres se ganaran el cariño y aprecio de mi familia, lo que
ha permitido que disfrutáramos juntos de sus viajes a Galicia. Ellos fueron
siempre la referencia de mis andanzas gallegas, quizás para tratar de aminorar
la distancia que nos separaba: para ellos fue el piso en Los Rosales, por ellos
me empeñé en conservar en buenas condiciones Orazo y, aunque llegó tarde,
pensando en ellos y en la familia navarra nos metimos en Portosín. Mamá cerró
su capítulo de viajes hace años (sin papá, ya no le hacía ilusión), pero
mientras quiso y pudo viajar nos hicieron felices cada vez que aceptaban
compartir con nosotros unos días de su tiempo. Y cuando ya no ha querido o no
ha podido viajar, hemos sido nosotros los que hemos viajado a Pamplona a verla
y estar con ella. Han sido miles de kilómetros en estos últimos años, pero
siempre me han parecido pocos. No es fácil vivir lejos de tus padres, sobre
todo cuando se van haciendo mayores y comienza a instalarse en tu alma la
sensación de que los vas a perder. Estos últimos meses, quizás año y pico, no
he podido quitarme de encima esa angustia que te carcome por dentro.
La angustia ya acabó. Ya no
podemos hacer más. Quizás sea inevitable ese sentimiento que duele por dentro:
si podrías haber hecho más, disfrutar más con ella, atenderla mejor. Quizás por
eso, este escrito que debería ser para ella y sobre ella se ha acabado
convirtiendo en un escrito sobre mí y mi relación con ella. Como si tratara de
saldar deudas, de explicarle que siempre la he querido mucho y la he tenido
como mi valedora. Calculo que ella no necesita nada de esto, que ya lo sabe.
Soy yo quien necesita decirse todo lo que ha sido una vida con ella, ante la
desazón de lo que va a ser la vida sin ella. Estos días, cuando me sentaba con
ella y la miraba respirar tranquila, cuando la veía en el tanatorio con la
relajación serena que da la muerte tranquila, solo quería que se me grabara
bien su imagen, me repetía que tenía que memorizar sus rasgos de la cara y las
manos para que no se me olvidaran. Ahora que olvido casi todo, tengo un miedo
enorme a olvidarme de ella, de cómo era, cómo miraba, cómo sonreía. Espero que
las muchas fotografías que hemos compartido sirvan para que eso no suceda.
Bueno, ya está. Necesitaba
construir mi relato de despedida. Ya sé que esto no es una crónica, que es
posible que las cosas no sean así, pero así es como yo las veo y las he vivido.
Supongo que cada uno de nosotros (hijos, nietos, familiares) ha construido su
propio relato de su vida con mamá. También mamá nos contaba estos días pasados
sus propios relatos de cómo había sido su vida. Era muy interesante escucharla.
No importaba tanto si la historia era cierta o aproximada, era su versión (lo
que ahora llaman la “postverdad”). Quizás elaborar el duelo sea eso: construir
un relato amable de la vida en común con la persona que se va, una historia que
nos vincule a ella, que resignifique y ponga en valor lo que ella ha sido para
nosotros y con nosotros. Nos hacemos co-protagonistas de una vida. Uno se queda
más aliviado, más unido. Como si, así, la pérdida mitigara su desgarro. O
haciendo que lo parezca.
Gracias por estos 68 años juntos,
mamá.
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