lunes, junio 12, 2017

ADIÓS, MAMI.





“Avisa cuando lleguéis, así me quedo tranquila”. Esa solía ser tu despedida antes de emprender los viajes de regreso a casa. Y eso hacía yo. Pero cuando ayer regresé, de vuelta de tu entierro y funeral, ya no tuve a quien avisar. Y esa fue como la primera constatación de que algo importante había cambiado para siempre. Tu presencia vigilante, el saber que siempre estabas ahí, aunque fuera más para cuidarte que para que nos cuidaras. No era tanto lo que hicieras por nosotros, sino lo que eras para nosotros. Eso es lo que hemos perdido, lo que duele.
¡Qué duros han sido, mamá, estos últimos meses! Tú misma lo veías. “¡Quién te ha visto y quién te ve, Salomé!”, solías decir, como plantando cara al deterioro que notabas. Casi un año luchando con la retención de líquido en las piernas y contra aquellos orificios minúsculos por los que buscaba salida. Y cuando parecía que aquello se había superado apareció la maldita infección del dedo gordo del pie. Ese dedo que fue tu talón de Aquiles. Una infección traicionera que nos engañó porque parecía algo sencillo. Pero se complicó con tus problemas tradicionales de circulación y se enquistó ahí haciéndote sufrir lo indecible. Cuántos ayes, cuántas noches en vela, cuántas curas, cuánta desesperación. Parece mentira cómo las cosas simples (una visita habitual al podólogo para que te arregle las uñas, una insignificante heridita al levantar una esquina de la uña que se incrustaba en la carne, una infección de las que has tenido cientos de veces y a la que le pones un poco de mercromina esperando que eso sea suficiente), acaban convirtiéndose en algo irreparable. Y entonces llegó la primera visita al hospital, total para nada. O  quizás sí: para darnos cuenta de que lo que parecía simple, no lo era. Y tu primera desorientación al regresar a casa. Y de nuevo, las noches agónicas y los días inciertos. Y las crisis. Y más hospitalizaciones, para nada. O quizás sí: para comprobar que la medicina es limitada; que el problema, en realidad, no era el dedo sino el conjunto de tu organismo; que no te gustan los hospitales, que preferías aceptar la situación y sus consecuencias antes que iniciar el calvario de intervenciones médicas con pocas esperanzas.
Afortunadamente, estos valles profundos de dolor iban salteados de picos de lucidez y disfrute en los que aún cabía el chinchón, las conversaciones, las comidas, el estar juntos. Tu cabeza funcionó muy bien hasta el final. En los buenos momentos seguías siendo la Salo de siempre, la que lo controlaba todo, la que daba órdenes, la que se quejaba, la que decía cosas cariñosas y se reía. Esa presencia activa nos ayudaba a soportar las ausencias y los momentos de dolor. Pero los valores e intensidades de lo bueno y lo malo se fueron desequilibrando a medida que pasaban los días. Verte sufrir se hizo insufrible. Queríamos engañarnos y pensar que se había controlado el dolor, que los riñones podían seguir funcionando, que el riego vascular mejoraría, pero la realidad se fue haciendo terca y tus fuerzas fueron menguando. Y eso que, acostumbrada a resistir, a cada poco volvías a revivir como un ave fénix. Quienes estaban a tu lado hacían milagros: que te levantaras, que pasearas, que comieras con gusto, que aceptaras las servidumbres de una higiene con ayuda. En fin, tú ya lo sabes, pero has tenido unos cuidadores de lujo. Y en ese juego de noches malas junto a días regulares con algunos momentos felices; de comidas con gotitas junto a pastillas y rescates; de presencia de familiares y amigos junto a atenciones médicas (también has tenido, mamá, tú ya lo sabes, una atención médica fantástica: es increíble lo amables y serviciales que han sido las profesionales que te han atendido cada día; y jamás he visto yo una relación tan preciosa como la de Eduardo, tu enfermero, contigo. Dentro de unas semanas tengo que dar una conferencia en un Congreso médico en Madrid donde se va a hablar de la formación médica centrada en el paciente. Voy a poner de ejemplo quienes te han atendido a ti porque, la verdad, me he quedado maravillado). En ese maremágnum de pequeños rituales cotidianos han ido transcurriendo estas últimas semanas hasta que llegó el final. El jueves, día 8 de Junio a las 5 de la tarde. Nos habíamos despedido a las 3 y media para ir a echar una siesta al hotel. A las 5 menos 5 escribió Santi el mensaje de “ven pronto, está acabando”, pero ya no llegué. A la 5 y cuarto (ya ves que los minutos quedan grabados) te di mi abrazo de despedida. Espero que tu alma aún estuviera por allí cerquita, sobrevolando la escena, como cuentan que sucede al morir. Luego vinieron los consabidos trámites postmortem, gran parte de los cuales ya los habías dejado tú resueltos. Acomodamos los ritmos para que Rafa pudiera llegar y ya todo siguió el plan trazado: emoción contenida (a veces no, porque era imposible) en el tanatorio; entierro el sábado por la mañana (con el dramatismo añadido de tener a la vista la tumba de papá y ese trajín doloroso y simbólico de los procedimientos de albañilería para sellar la tumba) y funeral por la tarde noche.
Luis Mateo, un novelista autor de “Vicisitudes”, escribía que “hay días que son toda una vida”. Uno de esos días fue el jueves 8 de junio (y el 9 en el tanatorio). Unos días en los que, quieras o no, situado ante tu madre muerta, pasa ante ti toda una vida. En mi caso, 68 años de vida que recorres a toda prisa como en esas grabaciones en las que aumentas la velocidad. Allí estaba ella en mi primera infancia en Pamplona de donde tengo pocos recuerdos, solo el colegio de monjas al que comencé a ir con 3 años. Con ella me fui con 5 años a Larrasoaña donde sí que recuerdo cosas (que casi me mata un autobús cuando salí corriendo de casa a la carretera que pasaba por delante; que mi padre fue a amenazar al maestro, -supongo que después de cascarme a mí porque algo habría hecho-, porque me había dado un bofetón brutal en la cara; que casi lo desnuco al pobre porque no se había dado cuenta de que yo había cogido la silla en la que pensaba sentarse; que recorría, creo que diariamente, la distancia de mi casa a Irure, 600ms, para traer la leche; en fin, muchas cosas). De Larrasoaña a Saigós, un pueblico de 8 casas, donde transcurrió la parte importante de mi infancia. Como nuestro padre trabajaba de sol a sol, nuestra madre fue, en ese tiempo y lugar, la piedra básica de nuestra vida: ella nos llamaba desde la ventana cuando era la hora de comer o cuando teníamos que hacer algún recado; ella nos vigilaba desde la ventana cuando teníamos que ir andando por la carretera nacional (hoy parece inconcebible algo así) el kilómetro y pico que separaba nuestra casa de nuestra escuela en Zubiri; ella, sin lavadora ni lavavajillas, tenía que ir al río a lavar la ropa (que como era ropa de quita y pon, supongo que todos los días); ella tenía que hacer la comida para todos y cuidar los animales que teníamos en la cuadra de la planta baja (un cerdo, gallinas y conejos). Poco a poco pudimos ayudarla los hijos mayores, pero ella fue la que se tragó el marrón durante aquellos años, una etapa dura y llena de épica en su vida pero que ella recordaba con cariño y orgullo.
Mi infancia acabó allí con 11 años, porque de allí salí para el internado de los pasionistas primero en Gaviria, Guipúzcoa, después en Euba, Vizcaya para hacer el bachillerato, y de allí a Angosto, Álava y, finalmente a Ormaiztegui, Guipúzcoa. Regresaba a casa solamente en vacaciones de verano. Fue un interludio de 8 años en que mamá era una presencia más imaginada que real. Muchos compañeros no pudieron soportar tanta ausencia e iban dejando los estudios para volver a casa. Yo resistí, no sé muy bien cómo o por qué. Seguramente, el ser el mayor de los hermanos había supuesto para mí una mayor versatilidad (no servía mucho para ayudar en casa, tarea ésa reservada a mi hermana que venía tras de mí; no teníamos campos ni muchos animales que cuidar; y había muchos hermanos pequeños a los que alimentar) por lo que me había tocado pasar largas temporadas en casa de la abuela en Los Arcos, supongo que coincidiendo con el nacimiento de los hermanos que venían detrás. El caso es que fueron 8 años intensos de estudio que me hicieron más fuerte y autosuficiente. Regresé a casa con 18 años,  el Preu superado y dispuesto a hacer lo que hubiera que hacer. Mi familia ya había transitado por Zubiri y estaba a punto de trasladarse a Tafalla. Y allí fui con ellos. En menos de una semana ya estaba trabajando en un bar y en menos de un mes ya había comenzado a recibir clases particulares de contabilidad (perito mercantil, creo que se llamaba entonces) con vistas a colocarme lo antes posible en alguna oficina. No fue así porque mi profe particular se quedó sorprendido por mi capacidad y les dijo a mis padres que era una pena que no siguiera estudiando una carrera. Y eso fue lo que pasó. Era noviembre, ya había comenzado el curso dos meses antes, pero me planté ante el decano de Filosofía y Letras de Zaragoza pidiéndolo que me admitiera como alumno libre en la Facultad. Le pareció bien y allí me fui con una beca. Mamá echó mano de su prima monja en Zaragoza, me buscaron un piso y comenzó mi etapa de universitario. Zaragoza primero (comunes) y, después, Madrid (psicología y pedagogía). Mi vida profesional se inició con el trabajo con menores inadaptados con los que formé un Hogar Promesa. Después vino la boda, los hijos, la docencia en la universidad. Traslado de la familia y el trabajo a Galicia y todos estos años de historia ordinaria.
En síntesis, 11 años de vida con mi madre y 57 años de vida bajo su tutela. Porque ella siempre ha estado ahí. A veces de forma directa y llevando el mando; siempre de forma indirecta pero tangible, en permanente disponibilidad hasta que la edad y las fuerzas la hicieron recluirse en sus cuarteles de invierno de Remiro de Goñi. Estuvo, sobre todo, en los momentos felices (como la boda) y, también, en los difíciles (el accidente y posterior cuidado en el hospital y en casa de María y Elvira: ella le llevaba a escondidas a Elvira su comida rica al hospital, ella soportaba los cambios de carácter de María convaleciente). He tenido la inmensa suerte de que mis padres se ganaran el cariño y aprecio de mi familia, lo que ha permitido que disfrutáramos juntos de sus viajes a Galicia. Ellos fueron siempre la referencia de mis andanzas gallegas, quizás para tratar de aminorar la distancia que nos separaba: para ellos fue el piso en Los Rosales, por ellos me empeñé en conservar en buenas condiciones Orazo y, aunque llegó tarde, pensando en ellos y en la familia navarra nos metimos en Portosín. Mamá cerró su capítulo de viajes hace años (sin papá, ya no le hacía ilusión), pero mientras quiso y pudo viajar nos hicieron felices cada vez que aceptaban compartir con nosotros unos días de su tiempo. Y cuando ya no ha querido o no ha podido viajar, hemos sido nosotros los que hemos viajado a Pamplona a verla y estar con ella. Han sido miles de kilómetros en estos últimos años, pero siempre me han parecido pocos. No es fácil vivir lejos de tus padres, sobre todo cuando se van haciendo mayores y comienza a instalarse en tu alma la sensación de que los vas a perder. Estos últimos meses, quizás año y pico, no he podido quitarme de encima esa angustia que te carcome por dentro.
La angustia ya acabó. Ya no podemos hacer más. Quizás sea inevitable ese sentimiento que duele por dentro: si podrías haber hecho más, disfrutar más con ella, atenderla mejor. Quizás por eso, este escrito que debería ser para ella y sobre ella se ha acabado convirtiendo en un escrito sobre mí y mi relación con ella. Como si tratara de saldar deudas, de explicarle que siempre la he querido mucho y la he tenido como mi valedora. Calculo que ella no necesita nada de esto, que ya lo sabe. Soy yo quien necesita decirse todo lo que ha sido una vida con ella, ante la desazón de lo que va a ser la vida sin ella. Estos días, cuando me sentaba con ella y la miraba respirar tranquila, cuando la veía en el tanatorio con la relajación serena que da la muerte tranquila, solo quería que se me grabara bien su imagen, me repetía que tenía que memorizar sus rasgos de la cara y las manos para que no se me olvidaran. Ahora que olvido casi todo, tengo un miedo enorme a olvidarme de ella, de cómo era, cómo miraba, cómo sonreía. Espero que las muchas fotografías que hemos compartido sirvan para que eso no suceda.
Bueno, ya está. Necesitaba construir mi relato de despedida. Ya sé que esto no es una crónica, que es posible que las cosas no sean así, pero así es como yo las veo y las he vivido. Supongo que cada uno de nosotros (hijos, nietos, familiares) ha construido su propio relato de su vida con mamá. También mamá nos contaba estos días pasados sus propios relatos de cómo había sido su vida. Era muy interesante escucharla. No importaba tanto si la historia era cierta o aproximada, era su versión (lo que ahora llaman la “postverdad”). Quizás elaborar el duelo sea eso: construir un relato amable de la vida en común con la persona que se va, una historia que nos vincule a ella, que resignifique y ponga en valor lo que ella ha sido para nosotros y con nosotros. Nos hacemos co-protagonistas de una vida. Uno se queda más aliviado, más unido. Como si, así, la pérdida mitigara su desgarro. O haciendo que lo parezca.
Gracias por estos 68 años juntos, mamá.

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