Probablemente no conseguimos entender bien qué significa una guerra
hasta que vemos fotografías como esta. Un niño pequeño en estado de shock ante
algo que él ni comprende ni puede valorar. Algo de lo que ni siquiera puede
huir. ¿En qué pensará la pobre criatura? No llora, no llama a sus padres, no
pide nada. Ahí lo tenemos, en la más absoluta desolación sin saber qué le ha
sucedido o qué sucede a su alrededor. Puede que su pensamiento esté seco y
embarrado como su mirada. ¡Pobre criatura!
Ése es el problema de las guerras. Escuchas el telediario y te cuentan
que uno u otro de los contendientes ha atacado un lugar; te muestras bombas
cayendo, edificios explotando, nubes de polvo llenando el vacío de los
destrozos. A veces, hasta mencionan el número de muertos ajenos, como si fuera
un triunfo. Todo en un lenguaje técnico destinado a conformar los espíritus y
ahuyentar las emociones. Y así día tras día. Pero, de pronto, aparece un Omran
y todo el castillo de la conformidad se viene abajo. Efectos secundarios, los
llaman en ese lenguaje técnico, pero son puñaladas en la conciencia de la gente
de bien.
La gente, eso que somos nosotros, entramos también en shock;
convertimos la imagen en mensaje viral en las redes; volvemos a repasar y
repensar nuestro catálogo de buenas creencias; nos sentimos conmocionados… pero
poco más podemos hacer. O quizás sí, no sé. Supongo que cada uno lo vive de una
manera diferente. Lo que yo siento en este momento no es tanto la necesidad de
reclamar al mundo que se paren las guerras porque es algo que ni siquiera llego
a imaginar. Lo que me emociona es el propio niño, su estado, el verlo así, tan
desamparado, tan impotente. Y eso que él ha tenido suerte porque está vivo y,
probablemente, superará esta desgracia.
Se dice que cada rostro es un milagro. El de Omran, lo es. Es toda una reclamación
de humanidad. Estamos en el año de la Misericordia. Esta carita de Omran vale
por toda una encíclica. Ese es el gran poder emocional de la infancia. Ahora es
Omran, hace unos meses lo fue Aylan. Dos niños sirios capaces de expresar la barbarie
en la que se mueve nuestra civilización. Ojalá estas cosas no dejen de
emocionarnos. No podemos acabar con ellas pero no podemos acostumbrarnos a
convivir con ellas. Son gritos demasiado desgarradores en medio de la comodidad
de nuestras vacaciones de verano.
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