El verano es una buena época para
pasar una especie de ITV (esa inspección técnica a la que han de someterse
periódicamente nuestros coches). A lo que se ve, parece que hasta las
relaciones consolidadas se reblandecen con el sol y llegan las crisis
veraniegas. Acabo de leer una vez más (el dato es conocido) que un tercio de
todas las separaciones (de matrimonios o parejas) se producen en Septiembre,
justo después el periodo de vacaciones. Eso de que el roce hace el cariño, no
debe ser cierto del todo. O debe tener sus umbrales, por encima de los cuales,
el mucho roce más que cariño lo que produce son cicatrices.
Pero me he animado a entrar en este
tema, no tanto por la noticia de los efectos del verano en las parejas sino por
un interesante artículo de Arcadi Espada en El Mundo de ayer (original esa
especie de correspondencia crítica que mantiene con su virtual “liberada”, le
permite un estilo literario juguetón y personal). Además, siempre te aporta
ideas y frases de autores interesantes. Se curra bien los textos. Me encantó en
este, la cita de Jules Renard: “no hay amigos, sino instantes de amistad”.
No estoy de acuerdo. Tengo muchos amigos de muchos años; de esos que permanecen
latentes y sin contactos durante meses pero eso no es óbice para que la amistad
se mantenga. Aunque quizás sea eso, justamente, lo que quiere decir la cita.
Pero, por otra parte, no deja de ser verdad que la amistad no es una cualidad
que se mantenga por sí sola, precisa de actos de amistad que la alimenten; esos
momentos en los que la condición de amigo o amiga deje de ser platónica y se
convierta en algo objetivo, palpable (y nunca mejor dicho). Muy interesante,
también, la explicación de Montaigne sobre la razón de su amistad con La
Boétie: “porque era él, porque era yo”.
Y es verdad, a veces ésa es la única explicación. Y no es una mala explicación.
Se es amigo de alguien porque él es como es y yo soy como yo; porque yo soy
capaz de encontrar en él algo que sintoniza conmigo o, quizás (ahí la
reciprocidad) porque él o ella es capaz de encontrar en mí algo con lo que
sintoniza, aunque sea un espejismo del que luego nos hayamos de arrepentir.
El artículo parte de un experimento
sociológico en torno a la distancia afectiva con que nos posicionamos con
respecto a nuestros compañeros/as de clase o trabajo. Se trata de una prueba en
la que los miembros de un grupo (una clase, un club, un equipo, un departamento
de una empresa, un conjunto de gente que trabaja o actúa como grupo) valora su
mayor proximidad o lejanía personal (con 5 grados que van desde un no lo conozco a un es
mi mejor amigo). El experimento, un sociograma típico, no tiene nada de
nuevo y lo hemos utilizado muchos profesores para conocer mejor a nuestros
estudiantes y la estructura de los grupos con los que trabajamos. Suele tener
efectos positivos y, también, algunos negativos. No siempre es bueno saber lo
que los demás piensan o sienten sobre ti. En unos casos, porque te crees más
importante para ellos de lo que realmente eres (los afectos y las preferencias
son siempre muy vulnerables de circunstancias variables); en otros casos,
porque refuerzan el sentimiento de irrelevancia o de soledad que algunas personas
sienten.
Con todo, resulta una exploración
interesante más que por los datos objetivos que la investigación mencionada
aporta (son muy pocos sujetos y este tipo de variables resultan muy
dependientes del contexto donde se analizan, lo que significa que esa misma
prueba pasada a otros grupo diferente daría, o no es descartable que los diera,
resultados bastante diferentes). Así y
todo, como esto no es un trabajo científico, podemos elucubrar sobre esos
resultados. A mí me parece muy interesante (y tranquilizador) que mis
percepciones coincidan en el 53% de los
casos con la que mis colegas tienen de mí. Es decir, aquellos que yo valoro
como desconocidos, me meten a mí en
la misma categoría y, más importante aún, aquellos que yo valoro como mis mejores amigos también me escogen a
mí como uno de sus mejores amigos.
Que esa tasa de reciprocidad llegue al 53%, me parece bastante aceptable. Es
decir, deja suficiente entropía e inseguridad como para que las cosas puedan
cambiarse.
Uno quisiera ver el vaso “medio
lleno”: que algunos que yo solo considero como conocidos me tengan a mí como
amigo y algunos que yo pueda considerar como simples amigos, digan de mí que
soy un buen amigo o quizás uno de sus mejores amigos (esto no debe resultar
fácil, creo yo: llegar a ser un mejor
amigo lleva implícita la idea de la reciprocidad, que ambos lo sepamos, que
nos lo hayamos dicho o, al menos tengamos alguna evidencia al respecto). Claro,
que el vaso también puede estar “medio vacío” y te puedes encontrar con que
personas que tú considerabas amigas o muy amigas, resulta que te sitúan a ti en
la categoría de conocido, sin más. ¡Qué frustración, qué ganas de mandarlos al
carajo!
Dos cuestiones se me plantean en
esta historia.
La primera tiene que ver con la
propia condición de reciprocidad. ¿Es bueno que las relaciones y su intensidad
sean recíprocas? En uno de mis últimas
entradas al blog, traje a colación la idea del amor que McCullers describía en
su novela “La balada del café triste”. Para él, la reciprocidad no existe y cada amante va
estableciendo su propio recorrido al margen del que sigue su partenaire.
¿Sucederá lo mismo con la relación cotidiana y con la amistad? Yo siempre creí
que no, que mis amigos continuarían siendo mis amigos al margen de lo que ellos
sintieran con respecto a mí. Y en algunos casos ha sucedido algo así, he
logrado mantener una buena relación incluso con gente de la que sentía que se
había alejado mucho de mí. Debe ser la edad, pero últimamente me siento
menos capaz de hacerlo y mi experiencia actual es muy ambivalente porque tengo la
impresión de que, consciente o inconscientemente, tiendo a buscar esa
reciprocidad. Es decir tiendo a hacerme más amigo de aquellos/as que me
consideran más su amigo; y tiendo a enfriar mi relación con aquellos/as de los
que siento que también enfriaron la suya con respecto a mí. Quizás por eso, con
el paso de los años, el círculo de meros conocidos se va ampliando y el de los
amigos se va reduciendo. No sé si les pasará eso a todos. Algo de eso debe
querer decir Arcadi Espada cuando señala que “las circunstancias, los trabajos
y los días van distribuyendo las personas alrededor de las edades”.
La segunda cuestión (el ruido de
las olas en mis paseos de estos días permite dejar divagar la mente y pensar en
estas cosas) es algo más sofisticada y tiene que ver con la cuestión del género.
No es que vaya a hacer un discurso feminista, Dios me libre, pero me pregunto
qué varía, en este contexto, si en lugar de hablar de amigos (así, en ese
neutro genérico) hablamos de amigos y amigas. Desde luego, para un hombre no es
lo mismo hablar de “mi mejor amigo” a hacerlo de “mi mejor amiga”. Y, supongo,
también sucede eso a la inversa. Las relaciones entre hombres y mujeres
difícilmente son neutras porque están siempre muy connotadas por otras
cualidades. O quizás no. En todo caso, debe ser bien jodido que aquella a la
que yo considero mi mejor amiga (¿puede existir una mejor amiga, así, sólo como
amiga?) me considere a mí como un mero conocido o como un amigo, sin más. Y
debe ser la leche que aquella persona a la que tú consideras una simple amiga
te considere su mejor amigo. La cosa es qué haces, entonces. ¿Cómo descodificas
esa cosa tan ilusionante como desconcertante de ser el mejor amigo de una amiga?
En fin, aún tengo tema para ronronear
mentalmente durante dos o tres paseos.
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