No era fácil esperarse algo así. La historia era simple y un
poco rebuscada. La protagonista es una señora llamada Amelia que vivía en un
pueblo meláncólico y solitario. Así lo describe McCullers en “La Balada
del Café Triste” (Edit. Austral-Seix
Barral ) de donde extraigo esta reflexión:
El pueblo de por sí es ya melancólico. No
tiene gran cosa, aparte de la fábrica de hilaturas de algodón, las casas de dos
habitaciones donde viven los obreros, varios melocotoneros, una iglesia con dos
vidrieras de colores y una miserable calle mayor que no medirá más de cien
metros. Los sábados llegan los granjeros de los alrededores para hacer sus
compras y charlar un rato. Fuera de eso, el pueblo es solitario, triste: está
como perdido y olvidado del resto del mundo… (p.7).
Vamos, nada del otro mundo. Y
volviendo a doña Amelia, resulta que un día recibe en el café que regenta a un
pariente enano y bastante maltrecho al que aloja en su casa y cuida cuanto
puede. Le dedica tanta atención que se comenta en el pueblo que entre ellos se
establece una relación muy especial que quizás sea amor. Un amor complejo
porque hay muchas diferencias entre ellos y porque de ser verdad rompe no pocas
reglas del comportamiento esperable de una señora mayor y viuda como Dña.
Amelia. El caso es que, de pronto, aparece una interesante reflexión sobre el
amor y los amantes. McCullers que diferencia entre amante y amado (compleja
dicotomía en una relación en la que pareciera que ambos debían ser amantes) se
refiere, primero, a los/las amantes. Y dice:
En primer lugar, el amor es una experiencia
común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere
decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el
amante y el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con
mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado
durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de
esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario.
Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace
sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor
modo posible, tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño
y suficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no
ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser
un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra (p.
31).
Interesante descripción. Puede
que ésa fuera la situación de doña Amelia pero lo es, también, para mucha gente, jóvenes y
mayores, solteros y casados, hombres y mujeres. Es decir, no es algo extraño,
me parece a mí. ¡Cuántos amores guardados no
residirán en los corazones de las personas! Esos que no puedes confesar,
que ni siquiera sabes bien si pertenecen a esa categoría del amor o a otros
caprichos menos respetables. Es decir, quieres, aprecias, admiras, piensas en
él o ella de forma incógnita o disimulada, procurando que no rompa tu vida ni
la de la otra persona. Cuando los amigos y amigas cuentan sus experiencias
(casi siempre, alterándolas para que no parezcan propias) es fácil reconocer
situaciones así.
La situación del amado es más
simple. O quizás, no.
Y el amado puede presentarse bajo cualquier
forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da,
por ejemplo, el caso de un hombre que es ya abuelo que chochea, pero sigue
enamorado de una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de
Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida.
El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus
defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso.
La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y
bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar
una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y
sencillo hacia un loco furioso. Es solo el amante quien determina l valía y la
cualidad de todo amor.
El pobre enano de la historia le
ha llevado a Mc Cullers a cargar las tintas sobre los amados y amadas. Quizás
llame más la atención ese amor silencioso cuando quien lo provoca es alguien escasamente
elegible, si fueran las reglas del amor convencional las que fueran a dirigir
el proceso. Amores épicos son ésos. Pero lo normal no es eso. No es así como
suelen suceder las cosas que luego te comentan los amigos (cosa no fácil, el
contarla, pues por algo es un sentimiento embridado). Amantes y amados suelen
ser personas normales, gente que por alguna razón se ha encontrado, se ha
conocido y ha quedado deslumbrado por el otro, incluso si éste-ésta no lo sabe.
Por esta razón, la mayoría preferimos amar a
ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en
el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El
amado teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo
desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta
experiencia no le cause más que dolor.
No es un buen final. No sé si es
cierto que la mayoría prefiere ser amante a ser amado. Probablemente sí porque
te sientes más protagonista y autosuficiente. Eres tú quien decide y siente.
Pero cuesta más pensar en que el amado teme y odia al amante. Y si fuera así,
no entiendo que el amante desee continuar siéndolo. Demasiado heterodoxo ese
amor que fuerza la relación y nutre su amor de dolor.
En fin, un lío, pero me ha
parecido muy interesante este soliloquio filosófico sobre el amor y sus
complejidades. Cuadra bien con lo que te cuentan los amigos.
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