Solemos decir que la vida, de una
manera u otra, es justa pero que la muerte es siempre injusta. Con Mari Carmen
fue al revés, la vida no siempre le fue justa y, en cambio, la muerte (que
siempre es una desgracia) fue justa con ella, llegó cuando la enfermedad
empezaba a resultar insoportable. Demasiado pronto para cuantos la queríamos,
pero en el tiempo justo para ella. Le
permitió despedirse de todo y de todos; le permitió jugar su partida de cartas
la tarde anterior a venir a buscarla; le permitió ver a su hija con trabajo y
relajarse; hasta le permitió, bendita sea, esperarme de regreso de mi último
viaje a México. Pero, sobre todo, fue justa y benevolente porque no dejó que
sufriera. Mientras la cosa podía
sobrellevarse con cataplasmas y pastillas pudo disfrutar con las
personas a quienes quería; cuando ya nada hubiera podido neutralizar el dolor,
la muerte la llamó a su reino. Eso no aminora la desgracia ni el dolor por su
pérdida pero, puestos en su lugar, nos la hace más soportable.
Querida cuñada, solo han pasado
unos pocos días desde que te hemos perdido pero aún seguimos con el shock.
Aunque tu enfermedad nos dio el margen suficiente para irnos preparando, no es
fácil elaborar el duelo. Especialmente a tus hijos que siguen con esas ojeras
enormes que provoca el no dormir bien, el llorar a solas, el sentirse mal con
ese dolor indefinido dentro que solo se irá mitigando con el paso del tiempo.
También tus hermanos siguen ahí, en ese impasse
que provoca el perder a uno de los pilares sobre los que asentaba su normalidad,
su estilo de vida. Dependían de ti tantas cosas en sus vidas que, ahora que te
han perdido, necesitarán buscar otros puntos de anclaje para construir su
propio futuro. ¡Qué verdad es aquello de que cuando crees que ya tienes las
respuestas a lo que deseas ser y hacer, viene la vida y te cambia las
preguntas! Y ahí estamos todos preguntándonos qué será de todo ese entramado
vital que habíamos construido contigo y en torno a ti. Eras tan importante en
la vida de todos nosotros que tu muerte ha sido como un tsunami que se ha llevado buena parte de nuestra propia vida. No va
a ser poco reto el volver a reconstruir aquellos cómodos esquemas de vida que
habíamos construido.
A la muerte de nuestro padre, un
hermano mío decía que, al final, lo que
nos queda son recuerdos. No necesariamente grandes recuerdos, sino recuerdos de
esas pequeñas cosas que hicimos juntos. Y es verdad. Con las personas vivimos
grandes momentos, unos de alegría y otros de mucho sufrimiento. Esos también se
recuerdan, pero los que te llegan más dentro, los que te hacen sonreír, incluso
en momentos así, son pequeñas cosas que se han vivido juntos. Quizás porque son
momentos más personales, con un significado especial para quien los vive. O
quizás que son cosas minúsculas pero que acaban ocupando un lugar privilegiado
entre nuestros recuerdos. Cosicas. Y, sabes cuñada, mi vida contigo ha estado
plagada de esas cosicas pequeñas pero agradables (aunque, quizás en su momento,
supusieran un disgusto al que el tiempo ha eliminado la parte ácida). Nuestra vida en común es como un largo
trayecto entre dos comidas: una mariscada a finales de 1973 y un rabo de toro a
finales del 2013, unos pocos días antes de fallecer. O sea, cuarenta años,
¡toda una vida! La mariscada me la ofrecisteis Manolo y tú la primera vez que
llegué aterrorizado a Galicia como novio oficial de Elvira. Quizás fue una
prueba para ver si era digno de entrar en la saga de los Cerdeiriña, pero yo lo
viví como un momento de acogida y cariño que hizo que desde el primer momento
me sintiera muy bien. El rabo de toro te lo ofrecí yo como uno de esos mimos
que me gustaba hacerte en los pocos minutos en que podía pasar contigo.
Disfrutabas tanto con esos momentos de excepción culinaria en los que podías
romper el menú habitual de la semana, que nos hacía olvidar por unos momentos
la complicada situación a la que te había llevado la enfermedad. Hasta podíamos bromear y recordar y planear
cosas para el futuro.
Decía, al inicio, que la vida no
había sido justa contigo. Perteneciste a la alta sociedad coruñesa durante
muchos años y, sin que mediara culpa alguna por tu parte, perdiste status y
recursos. Tuviste que valerte por ti misma y lo hiciste con una valentía y un
sentido del honor personal que te ha merecido el respeto de todos cuantos te
conocen. Nunca es fácil reconstruir como
viuda el esquema de vida que se ha tenido como esposa de un médico de alto
prestigio. En Coruña lo es aún menos. Y, sin embargo, ahí estabas, en la élite,
entre “los de Coruña de siempre”, en toda la pomada coruñesa. Ibas para “señora
de…” y lograste convertirte, con no poco esfuerzo, en simplemente señora. De
las muchas cosas por las que te puedo admirar, ésta es, sin duda, la más
importante, tu capacidad de adaptación. Sin dar mucha importancia a lo que
hacías, sin otorgarte otro título que el de madre empeñada en sobrevivir. Parecías
débil y dependiente y nos has dado toda una lección de cómo se puede llegar a
liderar una familia tan complicada como la vuestra/nuestra con tino y eficacia,
logrando el respeto de todos. Liderazgo que has mantenido hasta el final, ese
brillante broche final de ser capaz de estimular el reencuentro entre hermanos
y sobrinos. Es una herencia valiosa la que nos dejas. Cuídala, por favor, desde
esa posición privilegiada que ahora ocupas. Es un brote verde que precisará
mucho de tus cuidados.
De esos largos 40 años que hemos
pasado juntos, más de la mitad, los hemos recorrido casi como trio de hecho.
Los tres, Elvira, tú y yo, hemos hecho viajes, hemos ido al cine, hemos cenado,
hemos pasado vacaciones en Orazo, hemos compartido con Vicente sus fiestas de
Poio, hemos organizado cada navidad, hemos, hemos. Teníamos mucho pasado juntos
y así habíamos planeado también el futuro, juntos en Coruña. Figúrate el
desaguisado…
En fin, querida cuñada, nadie nos
va a quitar las muchas cosas que hemos vivido juntos. Buenas y malas. Nunca
podré olvidar lo que significaste para mí durante todo aquel mes trágico de
Valladolid, tras el accidente de coche, en el que yo creía morir cada día al
ritmo de los informes médicos sobre Elvira. Tú siempre estabas allí. Tan
angustiada como yo, pero manteniendo el tipo. A veces me reñías porque no me
cambiaba la camisa en varios días y me sentaba fatal (la camisa era el menor de
mis problemas) pero me consolaba saber que estabas allí controlando mi
desesperación. Pero también hemos tenido muchos momentos buenos (la boda de
Manuel en la que pude bailar contigo tras tus primeros pasos como madre del
novio; las muchas comidas en Casa Solla cada 6 de Agosto; los ratos de soledad
a tres en Orazo; los viajes en tu flamante Mercedes a los campamentos de
nuestros hijos; en fin, muchas cosas). Todo eso, pasa por mi cabeza en estos
momentos de despedida. Una despedida relativa porque yo te seguiré teniendo
cerca en Orazo, te visitaré con frecuencia y charlaremos.
Un beso enorme, querida cuñada.
Ni te imaginas lo importante que has sido para todos nosotros.
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