
Primero, claro, nos ponemos al
día. Curioso que hasta nosotros hemos convertido en tema central de
conversación, la situación de nuestros hijos. ¡Quién nos lo iba a decir hace
unos años! Pero la verdad es que como el Alzheimer sigue su proceso, resulta
muy conveniente ponerse al día. Yo, por ejemplo, le pregunté a Juan Manuel si
su hijo estaba estos días haciendo la selectividad. Me dijo que, en realidad,
lo que hacía era un máster tras haber concluido Económicas. Bien, dije, ya veo
que tengo mi reloj en horario de invierno… del 2007.
Bueno, el caso es que fue una
cena interesante. No por el menú, desde luego (huevos rotos con huellas de
jamón y cazón en adobo) pero sí por los temas sucesivos que fueron entrando en la
discusión. Los más interesantes, sin duda, los que se referían a nosotros
mismos. Aunque nuestras tareas profesionales nos hayan llevado a los tres a
zonas periféricas de la Psicología, ninguno ha dejado jamás de serlo en lo más
íntimo de su identidad. Por eso no solo no rehuimos sino que nos regodeamos en
cuestiones sobre el ser, el estar, el sentirse. Dada nuestra edad y condición
(sobre todo la de ellos que se sienten prejubilados felices) tampoco faltan
referencias al transcurrir del tiempo, al antes y el ahora, al futuro y a las
sensaciones que todo eso produce. Alguien planteó (quizás yo mismo, pues ellos
lo negaron enseguida) si no nos sentíamos agobiados por el hecho de ir cerrando
cosas a medida que pasaban los años. Cosas de la edad, supongo que añadí. En absoluto, coincidieron. Y ese
amago en falso por entrar en una sensación compartida, me candidató para
recibir de inmediato sus reconvenciones: está claro que tú haces lo contrario
(ir abriendo muchos frentes) para no tener que aceptar que deberías ir
cerrándolos; es una huida hacia adelante; acabarás mal.
Desde luego, no me convencieron.
No me dejé. ¡Qué difícil es explicar ese sentimiento proactivo de sentirte
comprometido con todo lo que esté en tu mano hacer! Y si crees que puedes
aportar cosas a los demás, te resulta imposible quedarte quieto. Cierto es que
esa sensación tiene un claro tufillo narcisista. No es solo pensar que hay
muchas cosas que hacer y que algunas de esas cosas, las puedes/debes hacer tú. La cosa es que la argumentación sigue por vericuetos inconfesables que evidentes: lo tienes que hacer tú
porque no hay nadie que las haga o, en todo caso, no hay nadie que las haga tan
bien como tú. Esa es la parte débil de las personas excesivamente motivadas y activas.
Como mis amigos son listos (psicólogos, todos) estas cosas se las saben y te
las sueltan así a bocajarro, sin miramientos. Y uno debe reconocer que algo de
verdad hay en todo ello. Pero el saberlo tampoco ayuda mucho porque luego, en
la realidad, la gente te insiste, quiere que seas tú quien acuda, te seducen
con adulaciones sugerentes, no desean alternativas. Vamos, te tienden la red y
tú te dejas caer en ella con facilidad. No puedes dejar de atender su solicitud porque
el hacerlo acabaría causándoles importantes daños, piensas. No tienes escapatoria. Pero
mis amigos no tragaban. Y repetían sus mantras favoritos: nadie es
imprescindible; si no estás tú, otros harán ese trabajo, y si nadie lo hace es
que no es importante. Ni manera de convencerles.

Y así fue desarrollándose la
cena. Mitad catarsis, mitad terapia, mitad bocado de huevos rotos con jamón. La
verdad es que los vi satisfechos en su nuevo rol de jubilatas anticipados.
Dicen que es una situación magnífica en la que la ausencia de obligaciones
perentorias te permite dedicarte más a ti mismo, descubrir otras cosas a las
que antes no les podías prestar atención (¿Tú que harías si no tuvieras que
hacer lo que ahora haces?), hablar con los amigos (en el caso de Jesús, con las
amigas, lo que según él tiene un encanto superior). Puedes leer, pasear,
escribir cosas no académicas, disfrutar de los nietos… Me dio la impresión que
dibujaban un mundo demasiado idílico como para ser verdad. Seguro que no es tan
así. Y que también se comen el coco con sus propios adverbios y fantasmas.
El caso es que pasamos un buen
rato y que, aunque por fuera pudiera parecer un diálogo de besugos en el que cada cual
va a su rollo y hace poco caso de las aportaciones de los otros, aquello fue
como el pasar un rodillo una y otra vez por ideas repetidas (los mantra que
decía) que, al final, quedaron ahí como moscas cojoneras que te picotean cada
poco para que no te olvides y pienses en ello.
Y en ello estoy. En plena ebullición de propósitos. De hecho, creo
que ha llegado el momento de organizarme de otra manera, de desenmascarar
algunos narcisismos que se han hecho fuertes y de retornar a una vida más
doméstica y tranquila. Los huevos rotos con jamón hicieron su efecto.
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