El sopor veraniego es un territorio ancho y tranquilo en el que caben muchas cosas. Efecto de la pandemia, desde luego, que, mascarilla en ristre, desestimula cualquier actividad que requiera salir de casa, moverse y socializar. Así que te quedas en casa resignado y vas ojeando cuanto periódico o suplemento te encuentras a mano. Y así fue como llegué al XL Semanal de estos días. No es que habitualmente no lo lea, que sí lo hago, pero salvo asuntos puntuales le presto menos atención que esta vez que me ha parecido muy interesante. El texto de José Manuel Sánchez sobre Jeff Bezos es estupendo y en ese mismo tono están el resto de artículos. Pero como la cabra siempre tira al monte, enseguida me centré en la cuestión psicológica de por qué con la edad nos parecemos cada vez más a nuestros padres. La autora, Lea Wolz, hace alguna consideración al respecto, aunque enseguida se desvía del tema para entrar en la cuestión mucho más general de la controversia entre herencia y ambiente vista a partir de la diferente evolución de los hermanos gemelos. Ella se refiere a los trabajos longitudinales que Spinath y el grupo TwinLife llevan a cabo desde 2014.
Lo que a mí me interesaba, con todo, era la pregunta original, esa sensación que muchos tenemos de que, efectivamente, cada vez nos parecemos más a nuestros padres. Es como si hubiera un retorno a los orígenes. Se lo he oído decir a mucha gente. Y es un parecido que no se refiere únicamente al aspecto físico (lo que parece más lógico si es verdad que ya nos parecíamos a ellos desde pequeños) sino al carácter, a la forma de ser y comportarse, incluso de moverse. El texto no lo aclara, desde luego. Probablemente no es algo que pueda aclararse, pero resulta curioso esa vuelta a los modelos comportamentales que vivimos en nuestra infancia. Es como si se nos hubieran grabado en la memoria y volvieran a recuperarse en los momentos en que baja nuestro control sobre lo que hacemos o decimos. Igual que reproducimos rutinariamente el texto de las oraciones que aprendimos de niños, o los listados escolares de ríos, ciudades o personajes, o las frases más frecuentes que decíamos o nos decían, o de gestos habituales en nuestro entorno. No es infrecuente escuchar a personas mayores aquello de “mi padre solía decir…”, “mi madre llevaba mal que yo hiciera…”. Es algo casi inconsciente la conexión entre una situación dada y aquellos recuerdos que, probablemente, luego se traducen, sin darnos cuenta, en gestos o movimientos involuntarios. “Esquemas genéticos”, los llama Spinath, pero resulta dudoso que la transmisión se haya realizado por vía genética. Más bien parece que, efectivamente, se trata de esquemas primitivos que quedaron fijados en nuestra infancia debido a la gran plasticidad de nuestro cerebro. Los niños repiten con frecuencia cosas que oyen decir a sus padres y, tampoco es extraño que reaccionen de manera similar a como ellos lo hacen ante situaciones similares (“ese gesto es de su padre…”, “repite como un lorito lo que oye a su madre…”).
Bueno, no sé. Supongo que a los que han mantenido relaciones complicadas con sus padres, esta sintonía postrera con su estilo de actuar (con algunos aspectos muy concretos, claro) no les debe hacer mucha gracia. Los que esa relación la hemos vivido con gran satisfacción, esta aproximación tardía es, seguramente, más causa de alegría que de preocupación. Yo, por lo menos, lo vivo así. Soy consciente de que si me ven caminar desde atrás tengo la misma silueta que mi padre, que he perdido pelo con la misma intensidad que lo hizo él, que mis melancolías se parecen a las suyas y que mis arritmias tienen mucho que ver con las suyas. Pena que en otras cosas importantes como el peso y la paciencia, ya nos parezcamos menos. Y tampoco puedo negar que en algunas situaciones soy tan tozudo como mi madre.
En fin, me gusta aquello que decía Yehuda Amijai, el poeta israelí:
“Y por amor a su memoria
llevo sobre mi cara
la cara de mi padre”.
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