Dejando al margen las
connotaciones ajenas al cine en las que se mueve Woody Allen y su imagen
pública (y quizás por eso), no conozco ningún otro director de cine con
respecto al cual exista una línea roja tan marcada entre aprecios e
indiferencias. Si te gusta, te gusta haga lo que haga porque siempre tiene una
impronta de calidad reconocible; si no te gusta, da lo mismo lo que haga porque
siempre se queda, dicen, en historias irrelevantes e iguales. Y todo ello porque
Woody no cambia, su estilo de hacer cine se ha ido perfeccionando pero sin
alterar el “modus operandi”: historias entretenidas y amables; guiones
perfectos con diálogos frescos; personajes de personalidades líquidas, llenas
de luces y sombras, dubitativos, reflexivos, cultos; una fotografía realista
sin exuberancias, que se recrea en el escenario, generalmente de una ciudad, con
Nueva York a la cabeza como icono de sus amores, a la que Allen desea hacer su
personal homenaje; algo de música en vivo; algunos gangs de gracia variable y finales
amables.
Bueno, yo soy de los que gustan
de Woody Allen. Así que ver su última película (en el día del estreno, además)
ha sido, una vez más, una experiencia estupenda. No sales conmocionado del cine
(eso no pasa con Allen) pero sales con la satisfacción de haber asistido a un
film interesante y grato. Ni con lágrimas ni exultante, solo con una sonrisa en
los labios y recuerdos simpáticos de personajes, diálogos y situaciones
ingeniosas.
Técnicamente, la película es
perfecta para mi gusto. Woody Allen no suele utilizar trucos (aquí, quizás la
lluvia abundante durante una parte del film) y todo parece simple. La
fotografía es buena; los personajes cumplen bien con su papel, especialmente
los dos protagonistas; los escenarios están muy bien seleccionados (el campus,
las calles, los hoteles, las viviendas, el central
park y, sobre todo, las salas del MOMA por las que pasea la cámara
ofreciéndonos algunas de las pinturas y esculturas magníficas que allí se
conservan). Las escenas que se van sucediendo tienen siempre ese tempo y ritmo tan bien calculado que
hace que no se te hagan pesadas, que se acaben unos segundos antes de lo que tú
desearías para recrearte en ellas o saborear el diálogo que se está manteniendo.
Pero Woody Allen te roba ese tiempo y te lleva a la siguiente escena, con lo
cual le da mucho ritmo a la historia y nunca se hace pesada.
La historia es sencilla. Una
historia romántica de amores juveniles que evolucionan y se dispersan. Es
decir, una historia banal, de vida cotidiana pero contada en un contexto de
lujo y glamour social: estudiantes universitarios, directores y guionistas de
cine, fiestas de la alta sociedad, hoteles y suites del máximo lujo. Y Nueva
York. Eso también irrita a algunos críticos del cine de Allen, pero su cine es
así. Él quiere, supongo, que soñemos y disfrutemos en la hora y media exacta
que nos tiene embarcados en su historia. Deja la crítica social para otros
directores y otras historias.
Y en el centro de la historia, el
amor y las relaciones interpersonales. El tema de siempre en Allen. Amores que
van y vienen, que se entrecruzan, que crecen y se diluyen, que engrandecen y
torturan. Pero eso siempre es así, en la vida y en el cine. Pero en este caso,
dos cosas me llamaron la atención. La primera que Allen dibuja unos personajes
femeninos más volubles y casquivanos que los masculinos. Quizás sea una pequeña
venganza por la penosa situación a que le vienen sometiendo las denuncias
feministas. La segunda, es que, curiosamente, aparece el amor a una ciudad como
elemento que compite con el amor a una persona. Ni siquiera el amor a la
persona querida es capaz de sustraerme, de vencer al amor a la ciudad. La
ciudad es, obviamente, Nueva York. Una ciudad mejorada con la lluvia y, con
ello, invencible.
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