sábado, octubre 12, 2019

DÍA DE LLUVIA EN N.Y.



Dejando al margen las connotaciones ajenas al cine en las que se mueve Woody Allen y su imagen pública (y quizás por eso), no conozco ningún otro director de cine con respecto al cual exista una línea roja tan marcada entre aprecios e indiferencias. Si te gusta, te gusta haga lo que haga porque siempre tiene una impronta de calidad reconocible; si no te gusta, da lo mismo lo que haga porque siempre se queda, dicen, en historias irrelevantes e iguales. Y todo ello porque Woody no cambia, su estilo de hacer cine se ha ido perfeccionando pero sin alterar el “modus operandi”: historias entretenidas y amables; guiones perfectos con diálogos frescos; personajes de personalidades líquidas, llenas de luces y sombras, dubitativos, reflexivos, cultos; una fotografía realista sin exuberancias, que se recrea en el escenario, generalmente de una ciudad, con Nueva York a la cabeza como icono de sus amores, a la que Allen desea hacer su personal homenaje; algo de música en vivo; algunos gangs de gracia variable y finales amables.
Bueno, yo soy de los que gustan de Woody Allen. Así que ver su última película (en el día del estreno, además) ha sido, una vez más, una experiencia estupenda. No sales conmocionado del cine (eso no pasa con Allen) pero sales con la satisfacción de haber asistido a un film interesante y grato. Ni con lágrimas ni exultante, solo con una sonrisa en los labios y recuerdos simpáticos de personajes, diálogos y situaciones ingeniosas.

Técnicamente, la película es perfecta para mi gusto. Woody Allen no suele utilizar trucos (aquí, quizás la lluvia abundante durante una parte del film) y todo parece simple. La fotografía es buena; los personajes cumplen bien con su papel, especialmente los dos protagonistas; los escenarios están muy bien seleccionados (el campus, las calles, los hoteles, las viviendas, el central park y, sobre todo, las salas del MOMA por las que pasea la cámara ofreciéndonos algunas de las pinturas y esculturas magníficas que allí se conservan). Las escenas que se van sucediendo tienen siempre ese tempo y ritmo tan bien calculado que hace que no se te hagan pesadas, que se acaben unos segundos antes de lo que tú desearías para recrearte en ellas o saborear el diálogo que se está manteniendo. Pero Woody Allen te roba ese tiempo y te lleva a la siguiente escena, con lo cual le da mucho ritmo a la historia y nunca se hace pesada.
La historia es sencilla. Una historia romántica de amores juveniles que evolucionan y se dispersan. Es decir, una historia banal, de vida cotidiana pero contada en un contexto de lujo y glamour social: estudiantes universitarios, directores y guionistas de cine, fiestas de la alta sociedad, hoteles y suites del máximo lujo. Y Nueva York. Eso también irrita a algunos críticos del cine de Allen, pero su cine es así. Él quiere, supongo, que soñemos y disfrutemos en la hora y media exacta que nos tiene embarcados en su historia. Deja la crítica social para otros directores y otras historias. 


Y en el centro de la historia, el amor y las relaciones interpersonales. El tema de siempre en Allen. Amores que van y vienen, que se entrecruzan, que crecen y se diluyen, que engrandecen y torturan. Pero eso siempre es así, en la vida y en el cine. Pero en este caso, dos cosas me llamaron la atención. La primera que Allen dibuja unos personajes femeninos más volubles y casquivanos que los masculinos. Quizás sea una pequeña venganza por la penosa situación a que le vienen sometiendo las denuncias feministas. La segunda, es que, curiosamente, aparece el amor a una ciudad como elemento que compite con el amor a una persona. Ni siquiera el amor a la persona querida es capaz de sustraerme, de vencer al amor a la ciudad. La ciudad es, obviamente, Nueva York. Una ciudad mejorada con la lluvia y, con ello, invencible.


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