
Si hubiera una categoría de cine tridimensional, pero no en el sentido espacial, sino en el sentido vital; una película que lograra captarte en todos los registros, desde la inteligencia a los sentidos, desde la belleza estética al arrebato ético, desde las convicciones al deseo, desde la vista al olfato y al tacto, esa película sería Chocolat.
Impresiona todo en ella. La historia sencilla pero conmovedora y plausible si uno conoce esas villas antiguas en las que el cacique de turno era quien mantenía un poder omnímodo contaminado por sus ideas religiosas o políticas. La belleza de la protagonista (Juliette Binoche), una belleza femenina clásica, canónica, de las mujeres que conjugan un cuerpo escultural y una energía vital que las hace irresistibles. Belleza de ella, a la que después se une la de él (Johnny Deep) que a mí me sorprende menos, como es natural, pero que he de reconocer que está estupendo. Pero impresiona sobre todo el magnetismo del chocolate. Se pasa uno la película segregando saliva y deseo, esperando que por un milagro de magia, como sucedía en La rosa púrpura de El Cairo, aquella película de Woody Allen, la protagonista saliera de l

Y al placer sensual y erótico del chocolate hay que añadir el placer intelectual del mensaje que subyace a todo el film. El deseo de libertad, de ser uno mismo, de liberarse de las ataduras injustificadas, el deseo de vivir. Y no solo eso, sino todo eso adobado de una ingente capacidad de empatía. El chocolate sirve para llegar a los rincones más recónditos de cada uno y aplicar allí su ungüento dulce y optimista.
Al final queda claro que cada uno de nosotros es diferente de los demás, que cada uno tenemos nuestro chocolate favorito, el que nos hace bien y nos vuelve más optimistas y confiados. Y cuando llega el The End uno no puede menos que esbozar una sonrisa y salir corriendo a la cocina a hacerse una taza de chocolate que sea augurio de una tarde de domingo realmente llena de sabores. Gracias Lasse Hallström por esta hermosa película.
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